Dolor y sentido

Suele predicarse ante el sufrimiento una aptitud heroica y luchadora, superadora y trascendente, intrépida, pero yo preconizaría una actitud antiheroica de cierta dejadez y abandono siquiera activo, de corrosión asuntiva y asunción crítica. La impasibilidad estoico-epicúrea se refleja en la impavidez de Horacio respecto del dolor, impavidez que me parece algo ridícula e imposible, aunque sin pasarme al otro extremo y recaer en un mero dar pábulo a la pavidez y lo despavorido o exacerbado. Me gusta al respecto la Raquel bíblica que llora por la muerte de sus hijos y no quiere ser consolada, porque no hay consuelo ante semejante desconsuelo, sino simplemente desconsolarse hasta el límite: el cual no limita con el consuelo sino directamente con el suelo o subsuelo (sobre el que encontramos un cierto apoyo realista sin retóricas regalistas.

Tampoco creo en lo que suele creerse, que el miedo razonable al sufrimiento aumente el sufrimiento irrazonablemente, aunque no pretendo caer en el otro extremo tranquilizador, según el cual el tiempo todo lo cura y amén. Creo que cierto miedo guarda la viña y previene al desprevenido, mientras que el tiempo es una cura extraña que nos conduce finalmente a la muerte. Más bien se trataría de conocerse a sí mismo a través de los demás, reconociendo en uno la contingencia o fragilidad ajena y la propia finitud o confinitud.

Frente a optimistas y pesimistas, positivos y negativos, hay que acordar que la propia vida en su positividad dice pasión o padecimiento, una pasión que se encarna en el “amor” y su padición simbólicamente. Resulta intrigante cómo el propio amor cristiano dice en san Pablo padecimiento, puesto que la caridad se define como un “amor sufrido”, compadecido y paciente de simbólica femenina (he agape macrothymei, amor/caritas patiens: ver I Corintios 13). A partir de esta perspectiva abierta, podemos ver en la vida humana una “pasión amorosa” que desemboca en la muerte, como la Pasión del Cristo, en la cual encuentra su relajamiento eterno (requies aeterna. Ahora bien, si la vida dice padecimiento, el padecimiento dice vida o, más exactamente, vida y muerte.

Por lo tanto aceptar la vida es aceptar la muerte, asumir lo bueno es asumir lo malo, siquiera críticamente. Así lo hace el propio Job, el cual afronta sus males enfrentándose con Dios, desde una pasión dolorosa mas no dolosa. Job acusa a Dios, su presunto defensor contra el mal diablesco, de sordera inmisericorde ante sus lamentos y sufrimientos. Finalmente el humillado Job cierra la boca para dejar hablar a un Dios un tanto altanero y estrambótico (o más bien estrábico), puesto que se pavonea de sus grandiosas obras, incluyendo nada menos que a Behemot o Leviatán, símbolos de lo monstruoso y dracontiano, insinuando así que Dios es el origen de lo positivo y lo negativo... (Nos viene aquí a la mente la concepción de la física cuántica, según la cual
en su origen todas las fuerzas eran en realidad la misma).

En este relato bíblico se nos muestra simbólicamente la dialéctica/dualéctica del sentido y del sinsentido que traspasa la vida, por cuanto atravesada por el Dios y su sombra, por lo divino y lo demoníaco o diablesco. Al principio del relato de Job, el diablo es el tentador de Dios para que este a su vez tiente a Job con lo malo, con la inclemente finalidad de probar la presunta/presuntuosa bondad de este. Por eso la crítica de Job contra un tal Dios ambivalente no tiene razón pura, según sus hipócritas amigos, pero sí que obtiene razón impura o encarnada, o sea, sentido humano. El caso es que Dios llega tarde y ambiguamente, aunque más vale tarde que nunca, para salvar a Job del naufragio inducido, lo cual por cierto diferencia la teología de la ciencia, ya que esta sí llega finalmente tarde para poder salvar al hombre in extremis (en expresión de la poetisa E. Dickinson).

En la tradición occidental que arriba a Wordsworth ,venimos de Dios, que es nuestro hogar, y al final volvemos al hogar originario siquiera dolorosamente. Esta vuelta dolorosa a través de las vicisitudes temporales y la muerte se convierte en una revuelta dolorida, atravesada por una lanza clavada en nuestro costado izquierdo, el costado del Dios sufriente y amante según Jorge Oteiza (en su obra Existe Dios al Noroeste). Pues bien, he aquí que la negatividad del sufrimiento humano en este mundo tiene la virtualidad de despertar la conciencia más propia del hombre, como dijera O.Wilde o F.Dostoievski y adujeran Schopenhauer y nuestro Unamuno.

En el maduro O. Wilde nuestra humana identidad está marcada o alanceada por la conciencia de sufrir la vida, de modo que la existencia sería el padecimiento de la vida (véase De profundis). Por su parte, de Schopenhauer a Unamuno el racional “pienso luego existo” de Descartes se trasforma en el patético “sufro luego existo”, o como lo expresa Dimitri Karamazov adversativamente “sufro pero existo”. Por eso no hay que consolarse en el dolor fláccidamente, sino llevar su solidez adversa hasta su borde líquido: el llanto que no lo liquida pero lo licuefacta, diluye y desolidifica, como aduce el monje Zosima, asumiendo así la desolación desoladora y no desaladoramente–así pues, críticamente.

Nadie puede superar la desesperación con la esperanza de la que precisamente carece drásticamente : pero puede “supurarla” de modo que la desesperación no llegue al paroxismo de la desesperanza desesperada y desesperante, sino que encuentre su límite en la esfera de una “espera” que posibilite desesperar de la propia desesperación. Esta espera se denomina filosóficamente apertura a la trascendencia, una apertura a nada y todo, o sea, al todo-nada (Dios), y puede señalarse por un abrimiento flotante o detención/detección expectante, cuyo símbolo sería el “calderón” musical. El cual curiosamente es un límite ilímite y una parada/abierta (fermata/aperta), consignificando así no la superación final de la melodía de la existencia, sino la supuración finalinicial o iniciática de la existencia (en/por el calderón de la muerte como limen extático o liminaridad simbólica).

El calderón musical no suspende la realidad, pero la deja en suspenso o suspensión, albergándola en el horizonte más amplio del ser. No se trata pues de un cierre categorial, sino de un cierre trascendental: en donde el cierre significa el dolor o sinsentido, y su trascendencia mienta la apertura del sentido. La clave está en que el cierre es real, como el propio dolor físico, mientras que la apertura es simbólica, a modo de duelo anímico o surreal: meta-físico. De este modo, el dolor de ser hombre se reconvierte en el duelo de existir: en su doble sentido de duelo oscuro y duelo luminoso, cerrazón dolorosa y abrimiento gozoso.

En la pintura contemporánea de F. Bacon cabe encontrar el sintomático proceso de trasfiguración del mal y de sublimación de la fealdad, así como la correspectiva desublimación del bien y la desfiguración de la belleza. Asistimos hoy a la experiencia contrapuesta del dolor y del sentido, pero se trata de una experiencia compuesta: la diferencia radica en que el sentido duele en el alma y el dolor se siente en el cuerpo. Dolor del sentido y sentido del dolor revertido en duelo: el doble juego de existir, la conjugación de los opuestos, el dolor sentido y el sentido dolido de la existencia. El hombre yace atrapado entre los contrarios, mas no se trata de liberarlos sino de religarlos coímplicemente. Pues la liberación del hombre depende de la religación de esos contrarios contraídos: solo así el sentido abre el dolor para que no se pudra, mientras que el dolor arraiga el sentido para que no se volatilice.
Volver arriba