Semana de Pasión

La procesión del Jesús de la Humildad y del Nombre de María sale del Convento de las agustinas por la tarde, y retorna al mismo refugio por la noche. Atraviesa tambaleante el Casco viejo zaragozano, con su trasfondo ibero y romano, árabe y judío, cristiano. El cristianismo popular de esta procesión es obviamente católico, pero asume algunos rasgos paganos de la vieja religiosidad mediterránea y su culto a la maternidad sagrada proyectada en la Madre dolorosa.

En todo caso, esta procesión celebra el dolor lacerante de la Madre ante la pasión del Hijo: es una concelebración de la muerte como destino trágico del Hombre, pero asumida religiosamente. Vista desde fuera parecería un rito grotesco, mas vivida desde dentro comparece como un ritual “grutesco”, por cuanto la muerte se trasfigura ritualmente en gruta matricial, cueva mágica o cobijo existencial final.

La procesión muestra plásticamente que la vida es una pasión que conduce a la muerte, pero que sin pasión la vida ya está muerta. La pasión de los costaleros bajo los dos grandes pasos de Cristo y de María, constata lo que decimos y transfigura el dolor en gozo, el sufrimiento en alegría y la muerte en resurrección. Por eso la muerte baila en las figuras de la Madre y del Hijo al son patético de músicas musitadas lánguidamente, junto al trueno o estruendo de los tambores y sus tamboradas.

Los tambores acentúan la afirmación de la muerte y su trasfiguración, ya que arrasan con todo lo caduco y efímero, simbolizado por el final del invierno, proclamando la llegada de la primavera. Bombos y tambores matan lo muermo y lo mortífero, la muerte, anunciando la resurrección de la carne a través de una ruidera sacral que acaba con todos los ruidos profanos, con el fin de abrirnos al gran silencio o calderón musical de la aurora consurgente. De esta guisa, los tambores niegan la negación y afirman la afirmación a modo de positivación surreal del negativo real de la vida.

El iconoclasta Luis Buñuel observó en nuestros tambores ese paso de lo real a lo surreal: es el paso del tiempo lineal al tiempo cíclico, de la temporalidad profana a un espacio o espacialidad religiosa o religante. Lo que al principio parece autoafirmación del que toca el bombo o el tambor, se descubre luego como autotrascendencia, del mismo modo que el ruido asociado a nuestra inmanencia queda aquí sobrepasado y trascendido. Se trata de matar el tiempo literalmente para abrirlo simbólicamente. La tamborada es una “rompida” o rotura de nuestra esclavitud mortal, y una apertura liberadora del sentido así liberto o libertado.
Ahora la procesión con la Madre y el Hijo enfila la última callejuela que les conducirá al convento de origen, significando así que nuestro final mortal es una vuelta al origen matricial. Los costaleros, bregados en la lucha por la vida, testimonian su esfuerzo hasta “matarse” o inmolarse. Aquí el individuo forma parte de una fratría o cofradía, de una comunidad que lo sobrepasa y le confiere sentido de hermandad, ante la vida y la muerte evocada y revocada. El carácter comunitario o congregacionista es esencial en semejante ritual, que expone la vida ante la muerte. Ante semejante exposición individual, el hombre trata de congregarse y ayudarse, codo con codo, frente a la imagen terrible del infortunio existencial.
Zaragoza se convierte por un tiempo ritual en la “laguna de ruidera”, para dejar luego paso a un silencio metafísico o espectral. El ruido de los tambores ha silenciado el ruido de los motores, posibilitando una especie de regeneración simbólica del tiempo decaído o decadente. La música jeremíaca que acompaña la procesión, articula el ritmo y sublima el esfuerzo de los esforzados, pero no forzados, en sus galeras litúrgicas. Las imágenes de la Madre y del Hijo bailan por última vez su dolor sublimadoramente. Amor y muerte, eros y religión, parecen reconciliarse en esta liturgia religiosa y secular. En la barroca iglesia del Seminario de san Carlos aún resuena la cantata “Stabat Mater” de Hilarión Eslava, cantada por la coral Santa Teresa: una coral afinada y una cantata refinada que encarna el dolor del amor descarnado.
Tras la febril tamborada ceremonial, el orgulloso sentido profano o cotidiano se resiente y tambalea, y en su lugar emerge tímidamente un sentido silente. Es el sentido de una apertura entrevista y entreabierta, la grieta provocada por un ruido ensordecedor del mundo, los resquicios abiertos por los que se filtran y gritan las ausencias. Ahora el mundo, tras semejante ritual arrasador, comparece como símbolo del otro mundo, a través de la mediación simbólica de semejante espectáculo dantesco: el espectáculo de un mundo silenciado y convertido en cenizas fructificantes, por cuanto esconden un fuego sagrado.
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