Apacienta mis corderos.
No sé si la palabra “repulsión” es la apropiada para calificar la historia de la Iglesia ante el espejo de sus escritos fundacionales, dada la carga emocional que dicha palabra conlleva.
No es la apropiada porque tampoco trasluce los sentimientos encontrados que la misma produce.
Tampoco lo es porque, por descontado, mucho depende de los aspectos que en tal historia se consideren: para otros produce admiración el hecho de que la “barca de Pedro” haya sabido y podido navegar en mares tan procelosos como los habidos de dos mil años a esta parte.
O el innegable cúmulo de gente buena que ha proliferado en su seno.
Tampoco lo es porque, por descontado, mucho depende de los aspectos que en tal historia se consideren: para otros produce admiración el hecho de que la “barca de Pedro” haya sabido y podido navegar en mares tan procelosos como los habidos de dos mil años a esta parte.
O el innegable cúmulo de gente buena que ha proliferado en su seno.
| PHA
Y aún así la empleamos, porque otras tienen connotaciones menos aceptables.
Partamos de dos hechos que derivan tanto del mensaje evangélico como de la práctica de los tres primeros siglos (dejamos aparte lo que puedan ser datos históricos sobre Jesús o contradicciones que aparecen en los Evangelios).
1. El cristianismo traía un mensaje de paz, de amor, de caridad: era su “buena nueva” (eu anguelion) para un mundo que poco sabía de tales mensajes y debía cambiar.
2. Además tal religión se incrustó en el mundo con un talante revolucionario en contraste con el pensamiento reinante, los hábitos de vida y los usos sociales de la época en que el cristianismo fue propagado. Piénsese en el régimen esclavista imperante.
Pues bien, produce repulsión que, en nombre del amor, tal “revolución” condujera a la formación de una sociedad, la Iglesia, que llegó a ser reaccionaria en grado sumo, aliada y defensora del poder constituido (siempre que éste protegiera y acrecentara sus “derechos”).
Repulsión que en nombre del amor liquidara gran parte del legado cultural de Grecia y Roma, el que no concordara con sus postulados: destrucción de templos, quema de escritos, arruinamiento de santuarios, demolición de estatuas, apropiación de bienes, destierro o asesinato de disidentes… ¡La Iglesia del amor!
Repulsión que se uniera al poder constituido, muchas veces suplantándolo y siempre utilizándolo, para perseguir a muerte a herejes (que no lo eran tanto), judíos y paganos.
Repulsión que príncipes y emperadores titulados “muy cristianos” –recuérdese la vida “cristiana” de emperadores como Constantino I o Teodosio el Grande-- llegaran a cometer verdaderos genocidios contra pueblos opuestos que muchas veces se titulaban también cristianos.
Repulsión que, para imponer su doctrina, que no convencer con ella –“la fe no se impone, se propone”, como hoy afirman los fieles pletóricos de irenismo--, se haya servido e incluso dotado de fuerzas militares generando guerras sin cuento.
Repulsión que se haya rodeado de un boato como ningún estado ha tenido, que haya acumulado a lo largo de su historia un patrimonio inmenso imposible de justificar con criterios evangélicos.
Repulsión, sí, verdadera Repulsión.
Todo ello conjugando el seguimiento de la línea destructora y aniquiladora contra el pueblo elegido del Antiguo Testamento con la ignorancia de las proclamas de paz y amor que destila el Nuevo Testamento.
Quizá por eso durante siglos la Iglesia no pudo dejar en manos de los fieles el Libro donde aparece ese pretendido mensaje de paz y amor. Ella se constituyó en la única intérprete del Libro Sagrado: a los fieles les estaba más o menos prohibida su lectura “in vulgari lingua”
y, desde luego, prohibida su libre interpretación. De su lectura con ojos cándidos podrían derivarse deducciones no queridas por la Iglesia oficial ni soportables por el estamento clerical.