Confieso que he vivido aunque siga vivo.
| Pablo Heras Alonso.
La muerte es un “presente continuo” (tiempo de los verbos griegos) cuya “presencia” se vive de muy distinta manera a lo largo de la vida. Todavía infantes, nos damos cuenta de que “ahí está”. Los niños hablan de ella como la cosa más natural del mundo, aunque sólo ocurre entre los que se dicen “mayores”. Es cierto que ni se dan cuenta de lo que implica la muerte, sólo saben que las personas mayores “se mueren”, sin relación alguna con su acontecer vital.
Cosa bien distinta es cuando se acerca tanto que se convierte en algo que ronda a nuestro alrededor… aunque todavía sin hacerla nuestra. Es una segunda etapa en que todavía “se mueren los demás”, bien que son esos que han sido “horizonte de nuestra vida”: abuelos e incluso padres, vecinos, profesores, a veces compañeros que sucumben en accidente, personajes célebres de los que hemos aprendido algo, ídolos que fueron desde nuestra primera niñez... Y, en algunos aspectos de nuestra cultura o personalidad, nos vamos quedando huérfanos. Vemos cómo el telón de fondo de nuestro horizonte vital se llena de agujeros. Pero todavía es pronto.
La tercera etapa de la vida, ésa que conjuga la vivencia anterior con el vernos incluidos en el posible listado de “afectados”, llega sin avisar. Te das cuenta un día, al levantarte de la cama, de que podrías haber desaparecido esa misma noche. Extraña sensación, propiciada quizá por una pesadilla o por el súbito recuerdo de alguien que murió el día anterior. O, simplemente, al caer en la cuenta de la edad que uno tiene, esa edad que se considera normal para abandonar este mundo.
Ya no es la visión de la muerte ajena o concepto general de la misma, sino la inclusión vívida en el hecho de morir, a veces hasta visión imaginada de que uno desaparece, no está ya. Y viene a la mente “ese día” en que uno se convierte en problema administrativo para los allegados, problema del que luego tienen que desprenderse. Y pasea por el parque y se reconoce en aquellos a los que les salen malvas por la nariz. Y se apropia de ciertos dichos… “como me ves te verás”, por ejemplo.
Pero no suele ser una vivencia angustiante, más bien natural, vivencia convencida de que queda poco tiempo y aunque queramos aprovecharlo al máximo, no llegamos. ¡Hay tantas cosas de las que gozar, tantos lugares que visitar, tantos museos que conocer, tantos libros que leer, tantas películas que “necesariamente” hay que visionar, tantos discos que volver a oír, tantas comidas que compartir con los amigos! Y necesariamente regresamos al refugio, el de la calma inoperante de que no hay tiempo.
Surgen muchos momentos en que necesariamente el pasado retorna sobre uno mismo, se hace ámbito presente del día a día. Y en esta mirada, con la vista esparcida por el entorno, uno puede llegar a juzgar o percibir la inutilidad de tantos esfuerzos conducentes a tener una posición en la vida o a adquirir cosas.
Cosas, cosas que ahí están, acumuladas, imposibles de revisar, inútiles para proyectos futuros, destinadas a nadie… Cosas y más cosas, entre ellas libros que, incluso leídos, ha desaparecido el recuerdo de qué tratan. Y otros que no se atreve a abordar, porque sobrevuela de nuevo la falta de tiempo, de que posiblemente dure su lectura más que el tiempo que a uno le queda.
Por más que en esta situación uno pretenda hacer proyectos, bien que para un futuro cercano, lo que prima es el pasado, del que hay otros que no son capaces de desprenderse. Un pasado que aburre a la mayor parte de quienes están alrededor. Un pasado… ¿empleado en qué?
Ahí me encuentro yo. Parte de ese pasado es la infancia, maravillosa infancia, de la que me segregaron abruptamente para gastarla en perseguir la quimera de ser un prócer de la fe, un servidor de la credulidad, un profeta moderno encargado de difundir y consolidar entre los creyentes el gran mensaje de salvación que Jesucristo trajo al mundo y que la Iglesia ha guardado, extendido y desarrollado.
Ni siquiera recuerdo si alguna vez llegué a pensar en esas “realidades”. No es que yo creyera la quimera lejanísima de llegar, es lo que me hicieron creer cuando a mis doce años me secuestraron sin poder yo decidir por mi cuenta. No reniego de esos años, porque bien sabemos que nada es blanco o negro en la vida, es más, los recuerdo con gratitud; pero sí maldigo a aquel que supuso mi secuestro cuando todavía era yo, en esos años, un mini adolescente sin criterio ni capacidad de razonar y, sobre todo, de reaccionar.
A partir de ese momento, una huida hacia delante en el tiempo en que es más hermosa la juventud, la mía carente de amor humano y de sentido. Terminó esta etapa como había comenzado, decidiendo los demás por mí y evaporado en la nada el proyecto que otros habían trazado sobre mí.
En la segunda parte de mi vida puedo decir que encontré a la vez tres metas, la felicidad, la madurez laboral y la independencia racional y espiritual. Sólo después de haber pasado a la inactividad laboral he podido valorar en toda su excelencia el hecho de que alguien pueda realizarse como trabajador en aquello que desde niño amaba, en mi caso la música y la enseñanza. La familia, los hijos… Suelo rebajar a veces esa gran palabra llamada “amor” y pienso que vivimos para responder al instinto natural que preserva la especie, pero siempre resulta que en todo ello hay un proyecto común que une profundamente a dos personas, proyecto donde se aúnan hogar, alimentación y educación de la prole.
Y respecto a la independencia racional y espiritual… La fe seguía siendo alimento y seguridad. No en vano mis muchos y mejores años estuvieron dedicados a encontrar la felicidad en la fe. Pero es lo que tienen la libertad y la instrucción, que le dicen a uno dónde están los cuentos. Fue una lucha agónica, más bien leve preocupación de que la fe se estaba esfumando, hasta que se produjo la suave ruptura que corta ese último hilo de seda que queda de la fe. No es que me sintiera libre, simplemente me di cuenta de que se puede ser feliz y responsable sin la constricción de creencias engañosas.
De otro modo, superación de credulidades, rescisión de compromiso con organizaciones crédulas, renuncia a participar en ritos desprovistos de sentido y, como apéndice, lucha positiva contra el contenido de la credulidad, que siempre es secuestro del individuo y de la sociedad. ¿Quién o cómo me empujó a dar el paso? He escrito aquí, en el blog, mis treinta y tres razones para no creer, pero el verdadero empuje lo recibí de un fraile franciscano. No sigo más.
Y con todo ese arsenal de vivencias, el pasado se esfuma y el presente es un mirar atónito, un esperar y ver lo que depara el día siguiente. Feliz con las pequeñas cosas de cada día.