¡Llegaron los muertos! - ¿Sirve mi testimonio? (3)

FOTO: Visita al cementerio.

PARTE III
Recordando los dos artículos del día 30, quiero añadir aquí mi pensamiento y mi vivencia... de ahora, que cuando llegue no sé cuál será y mucho me temo que no estaré en condiciones de aportar testimonio de ella.

Cierto es que el instinto de supervivencia nos arrastra a preservar la vida incluso creando imágenes mentales más con la inteligencia hecha deseo que con el pensamiento. Pero a la vista de lo que sucede en la naturaleza, cuando yo muera, se acabará mi existencia: nada más.

No soy distinto al resto de los seres vivos que pueblan el ancho mundo. Digámoslo con palabras más crudas: el poco estiércol que generen mis vísceras servirá para alimentar a otros elementos de la naturaleza, bichos o plantas. Puede parecer crudo, pero ¡es tan natural! En el legado testamentario diré que el alma se la regalen al primer obispo que encuentren --igual ya no queda ninguno-- para que la resucite, la ponga en su "almario" y se encomiende a ella, dado que, según las nuevas tendencias eclesiales, estaré en el cielo.

Llevaba años pensando que, por ley de vida o más bien de muerte, mis padres tenían que morir: su muerte la viví como la cosa más natural del mundo, con paz. Nada de funerales organizados por mí –y hubiese podido hacerlos a pares--: los “rezos” de otros son, en mí, recordarles, tratar de realizar en mi vida lo bueno que ellos hicieron, renovar su “filosofía” vital, traer a colación sus dichos y sus risas, hacer su “vida eterna” foto presente en el salón... Porque no otra es su vida eterna, lo que dejaron en nosotros que, aunque no lo parezca ni a veces lo queramos, es mucho.

Por más que Jorge Manrique se viera obligado a decir otras cosas, lo que sus versos rezuman es recuerdo agradecido y constancia de la memoria de su padre, maestre de la Orden de Santiago y conde de Paredes, Rodrigo Manrique: “...pues otra vida más larga – de la fama gloriosa – acá dejáis”. O esta otra: “Todos los bienes del mundo pasan presto y su memoria, salvo la fama y la gloria”, que decía el clérigo Juan del Enzina.

Ya hoy podemos agregar, sin temor al secuestro de la vida transitoria, que la vida eterna no es sino la imaginación que personaliza deseos o ese rastro que dejaron y que señala vías a los venideros: los hechos, la fama y la gloria... no la "gloria eterna" del que desean "que en gloria esté".

¿Qué es lo que siento yo? Lo digo por si sirve de algo el testimonio sereno de quien no cree en vidas eternas ni castigos ni recompensas ni cielos, ya más que repletos de gente vagabundeando en una felicidad inconcreta. ¿Qué es lo que siento cuando presiento el “después”?

1. Suprema unión con la naturaleza y respeto a la vida, porque me veo como uno más que vive y muere, lo normal: por respeto a la vida ¡me he sorprendido abriendo la ventana y echando fuera de la habitación una avispa, por no matarla! ¡Seré tonto! En todo caso, me siento igual que cuando creía en la vida eterna. No siento empobrecimiento alguno al haberme limpiado de todo eso que todos los adoctrinados sabemos.

2. Un como desprendimiento de terrores, miedos, mundos por venir, visiones infantiles: sosiego intelectual, placidez, lavado de símbolos e “imágines mentis”.

3. Urgencia por hacer bien ahora las cosas que hago y por aprovechar el tiempo, por ser feliz aquí, por hacer todo el bien posible a los demás, por dejar un mínimo rastro de buen hacer entre los que me rodean.

4. Temor a que las leyes de la sociedad me puedan “cazar” si hago algo malo (como un mal aparcamiento, sisar algo a Hacienda y quisicosas por el estilo). Temor que no es sentimiento de culpa, idea que ha desaparecido de mi horizonte vital. Lo bueno y lo malo, recompensado, castigado u ocultado en esta vida.

5. Risa conmiserativa ante las expresiones de los crédulos que, repitiendo palabras del de Tarso, presuponen en mí desesperación, agonía, angustia, vida sin perspectiva alguna, etc. Y no puedo por menos de gritarles: ¡Que no, señores, que no! No me hagan sentir cosas que yo no siento! Ya no caigo en “terrores inducidos” como crédulo baldío ni mi vida es una esquizofrenia mental entre lo seguro (lo racional) y lo incierto(lo creído).

6. Eso sí, inmenso dolor, como algo mío, ante un accidente de tráfico que truncó la vida de mis dos mejores amigos; el cáncer mortal que se llevó este verano la amistad madura más querida, vidas antes jóvenes y hoy todavía pletóricas... Como el zorro aquel que vi de pequeño al que hurtaron su cachorrillo y corría y daba vueltas y volvía una y otra vez; como el gato nocturno al que una rapaz arrebató su cría aquella noche y no cesaba de maullar con tan lastimero sonido... No otro es el sentimiento que nos invade a los humanos ante la muerte no esperada. ¡Todo tan natural!


Comparen todo esto con las visiones apocalípticas, los “dies irae”, el “rex tremendae majestatis”, “réquiem aeternam”, “para siempre siempre siempre”, el “justus Judex”, “in paradisum deducant te angeli”, “in infernum”...

Precisamente en las numerosísimas misas de difuntos a las que he asistido es cuando he visto la poca credibilidad que tienen todas las palabras de esperanza en la eternidad: todos los actos son como un “acompañar” al familiar que sufre, como un no querer admitir lo irremediable, como prolongar la despedida... pero todo vacío de “la otra realidad”, esa que humanamente nada consuela.

¿Alguien, en ese momento, siente la felicidad de que el difunto está con Dios? ¿Alguien piensa en algo distinto a “lo bueno que fue” o “menos mal que te fuiste” o “qué pena por la familia” o “pobre hombre, lo que ha sufrido, o "ahora que podía disfrutar de la vida”...?

Dos consideraciones finales para escozor del entendimiento:

1ª) Cuando queremos que lo bueno dure, lo hacemos eterno. ¿Por qué?

2ª) La vida eterna de los difuntos dura, como mucho, hasta los nietos. Generalmente termina con los hijos.
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