La gente normal frente a la beligerancia de la fe
| Pablo Heras Alonso.
Quienes cumplen 89 años, nacidos en 1939, han vivido toda su vida en tiempo de paz. Sólo saben lo que es una guerra “de oídas”, primero por las secuelas de nuestra Guerra Civil, luego por lo que oían de la II Guerra Mundial y posteriormente por otras habidas en el mundo, Corea, Vietnam, las varias de Israel con los países adyacentes, la guerra de Irak, la de India con Pakistán, Afganistán… A ellas se pueden añadir “situaciones bélicas persistentes” como la “Guerra Fría”, la Revolución Cultural China de Mao, la Revolución Cubana, las masacres en los países surgidos de Yugoslavia, Ruanda, Argel, etc. Vivimos en paz aunque muchos, de palabra y de espíritu, quieran solucionar problemas masacrando al contrario.
El siglo XX se podría calificar como el más siniestro de toda la historia, por la extensión y por la intensidad de las guerras habidas, con la salvedad de que en siglos anteriores no se conocía prácticamente nada de las guerras que en lugares lejanos sucedían. En nuestros días no se puede decir que las referidas guerras tengan que ver o hayan sido promovidas por conflictos religiosos. El único tinte religioso que impregna a la sociedad es Afganistán, guerras donde el resultado de las mismas supone la imposición de regímenes fundamentalistas tiránicos.
Bien sabemos por la historia lo que en otros tiempos sucedía en Europa. Guerras llamadas “de religión” donde se entremezclaban intereses territoriales, sociales, a veces personales, dinásticos o expansionistas, con los religiosos. Siempre buscando el dominio del contrario, del que pensaba o vivía de otro modo.
Las religiones que otrora se mataban, hoy se han tornado irenistas, pacíficas, predican y buscan la paz entre las gentes y entre los pueblos. Caso paradigmático, la Iglesia Católica que, de haber sido una de las más belicosas en defensa de “su” fe, hoy es antorcha de paz en el mundo, pregonando la paz, propiciando soluciones diplomáticas a conflictos entre pueblos. El libro “Enciclopedia de las Guerras” (Charles Phillips y Alan Axelrod) da cuenta de las 1.763 guerras habidas desde los griegos a la actualidad, siendo estrictamente religiosas sólo 123 (en rigor, 109), la mayor parte surgidas dentro del Islam.
Importante es caer en la cuenta de que no hay que mezclar en tales pugnas lo que el pueblo llano quiere y busca con la compulsión guerrera de sus gobernantes, esos que nunca derramaron su sangre por el interés que les guiaba, pero llevaron a las masas al exterminio con pretextos como el sentimiento patriótico o la fe.
Si de conflictos persistentes hablamos, la Europa cristiana se ve libre de ellos, podría ser quizá porque aún humean los rescoldos del trauma que supuso la II GM. En otros lugares del mundo, vemos cómo se mezcla la religión con otros intereses y cómo se pueden dar momentos puntuales de crispación y lucha con periodos en que “no pasa nada”. Señalamos como más destacados: Balcanes, católicos, ortodoxos y musulmanes en liza; Oriente Medio, con la triste actualidad de Gaza, judíos contra musulmanes; Bangladesh, India y Pakistán, musulmanes e hindúes a la greña, con los sijs por medio; el Tibet, donde el budismo ha sufrido las embestidas de China; en Europa, todavía quedan rescoldos del conflicto del Ulster, entre protestantes y católicos a la gresca.
Dicho todo esto, el mayor conflicto religioso que se vive hoy día no es tanto entre países sino sobre todo dentro de un mismo país. Las auténticas guerras religiosas son las que las religiones desatan dentro del país contra ciudadanos corrientes, siempre buscando la pureza y cumplimiento de los preceptos religiosos. Los píos contra los relajados; los fundamentalistas contra los ilustrados; los mulás iraníes contra la minoría judía; los talibanes contra la gente normal afgana; grupos fundamentalistas hindúes contra los musulmanes aterrorizados; los rectores de la fe contra los no creyentes; los chiíes contra los suníes...
Lo tremendo es que incluso la masa de los musulmanes, que únicamente buscan paz y progreso, todos más o menos creyentes, se ha dejado embaucar por las fantasías paranoicas de los extremistas: recordemos la campaña y atentados por las caricaturas de Mahoma; la masacre de Charlie Hebdo; las Torres Gemelas; las inmolaciones de fanáticos islamistas en Israel; las amenazas contra novelistas; la refriega que hubo contra unas palabras de Benedicto XVI; la destrucción de templos católicos en África… Es triste ver cómo la mayoría silenciosa y pacífica no puede hacer nada, ni siquiera manifestarse, contra quienes pretenden conducirles a cualquier guerra.
La respuesta, nuestra respuesta a todo eso, es la necesidad de apartarse de las monsergas y peroratas de los fanáticos (y no tan fanáticos). Incluso afirmar que es preferible elegir la incredulidad frente a las enseñanzas de la religión; hacer que prime el espíritu y la libertad sobre el dogma; confiar únicamente en nuestra propia inteligencia, en nuestra humanidad, y no en todas esas peligrosas divinidades que dicen regir sus vidas.
En realidad, todo esto ya lo decía Buda: “No creas en nada simplemente porque lo diga la tradición, ni siquiera aunque muchas generaciones de personas nacidas en muchos lugares hayan creído en ello durante muchos siglos”. Y sigue hablando de los creyentes, los sabios, las sagradas escrituras, los sacerdotes.