Una historia de amor: Eloísa y Abelardo (1)



Como anticipación a la celebración del día de los enamorados, 14 de febrero, San Valentín traemos a estas páginas la historia de Eloísa y Abelardo, quizá conocida a grandes rasgos por todos, pero siempre digna de ser recordada.

Aparte de la fuente original autobiográfica, "Historia calamitatum" (formato de carta a un amigo), hay numerosos romances y una preciosa canción a dos voces y piano, "La complainte d'Heloïse et Abailarde": Ecoute, sex aimable, le reçit lamentable, d'un fait très veritable qu'on lit dans saint Bernard...

«...Dudo que alguien pueda leer o escuchar tu historia sin que las lágrimas afloren a sus ojos. Ella ha renovado mis dolores, y la exactitud de cada uno de los detalles que aportas les devuelve toda su violencia pasada[…Carta de Eloisa a Abelardo

Transcurre el año 1142, Europa Occidental bulle de efervescencia intelectual; Paris se está erigiendo en capital del pensamiento; la doctrina escolástica brilla en su mayor esplendor; con el solo razonamiento se puede aprehender la naturaleza.

En el Monasterio de San Marcelo, cerca de Chalons, ciudad de Borgoña próxima a las márgenes del Saona, un enfermo de sesenta y tres años, sintiendo próximo su fin, pasa revista a su vida.

Junto a él se halla apilada la prueba de su decisiva aportación al renacimiento cultural. Numerosos manuscritos sobre lógica y dialéctica así lo atestiguan. Mas, no es a este tesoro intelectual al que vuelve la vista, sino a un atado de cartas de amor, que le han sido enviadas a lo largo de los últimos veinticinco años por una religiosa, con quien, en aquel entonces, vivió una trágica historia de amor, que ni el tiempo ni la separación – no habían vuelto a reunirse desde entonces – relegó al olvido. Pocos años antes lo dejó reflejado en su autobiografía, que tituló “Historia calamitatum”, extraño nombre con que refleja su existencia.

Recuerda su infancia en Bretaña donde había visto la luz en 1079, hijo de una familia de la baja nobleza, militares al servicio del poderoso Conde de Nantes. Destinado a la carrera de las armas, pronto encontró en la filosofía su verdadera vocación. Con dieciocho años se incorpora a la escuela de uno de los más afamados maestros, Juan Roscellino, de quien termina discrepando, a quien contradice en público y por último, abandona su tutoría.

El nacimiento del siglo XII contempla la entrada en París de un joven Abelardo anhelante de conocimientos y rebosante de ambición intelectual y social. Los dos años siguientes fueron de febril aprendizaje. Ingresa en la escuela de la Catedral para estudiar dialéctica con el más renombrado filósofo de la época, Guillermo de Champeaux. A los pocos meses se repite la historia de Juan Roscellino; Abelardo, perpetuo inconformista, osa contradecir la doctrina del maestro; tras una polémica cada vez más acalorada, que provoca entre los estudiantes la formación de sendas corrientes, el alumno sale triunfante y Guillermo acepta las tesis del, hasta entonces, discípulo.

Este éxito catapulta la fama del joven, que confiando en su ciencia, con tan solo veintidós años decide montar su propia escuela. El lugar seleccionado es Melún, ciudad muy importante por aquel entonces. El éxito lo acompaña y muy pronto se muda a Corbeil, más próximo a París, cuya escuela de Nuestra Señora era el blanco de sus aspiraciones. Tanta actividad mina su salud, debiendo retirarse unos años a Bretaña para reponerse. Vuelve a Paris, de nuevo como discípulo de Guillermo de Champeaux y, en 1108, se presenta la ansiada oportunidad: al ser nombrado Guillermo obispo de la diócesis de Chalons-sur-Marne, Abelardo le sucede a la cabeza de la escuela de París.

Tras otro breve retiro en Bretaña, se dirige a Laón para estudiar teología con el prestigioso doctor Anselmo de Laón. En 1114 retorna como profesor en la escuela catedralicia de París, donde llegó en breve lapso al apogeo de su celebridad.

Siguiendo con su “Historia Calamitatum” y llegados a este punto, la memoria del monje hace un alto: lágrimas de orgullo asoman a sus ojos, recuerda aquellos tiempos de gloria y rememora, entre los más de cinco mil alumnos que llegó a tener, alguno de los más famosos: un Papa (Celestino II), diez y nueve Cardenales, más de cincuenta Obispos y Arzobispos franceses, ingleses y alemanes.

De súbito, una nube de tristeza le cubre el rostro; en su memoria acaba de entrar el recuerdo de un personaje singular, que al final decidiría su existencia: Fulberto, Canónigo de la Catedral de París. Este egregio y a la par siniestro personaje solicita los servicios del afamado maestro como preceptor de su sobrina Eloisa, culta y bella joven de dieciséis años, quien habiendo perdido a sus padres fue confiada a su tutela.

La expresión del enfermo cambia de nuevo; la tristeza se troca en alegre melancolía. Revive aquellos momentos dichosos, según sus palabras los más felices de su vida. La inicial admiración intelectual de Eloisa hacia su maestro derivó en una arrebatadora pasión por él. Aunque Abelardo no podía ser considerado novicio en lances amorosos, correspondió a tanto ardor con un paralelo ímpetu que le hacía olvidar cualquier convencionalismo.

Volvemos a su opúsculo “Historia Calamitatum” donde refleja aquellas sesiones tanto en casa de Fulberto como, tarde tras tarde, en su propia casa:
«...Los libros permanecían abiertos, pero el amor más que la lectura era el tema de nuestros diálogos, intercambiábamos más besos que ideas sabias. Mis manos se dirigían con más frecuencia a sus senos que a los libros […]»


Al rememorar este pasaje de su vida, el pulso del enfermo comienza a latir con violencia; está reviviendo la etapa más intensa de su vida, aquella que le dejaría marcado, en cuerpo y espíritu, para el resto de la existencia que está a punto de espirar. ¡Qué felicidad sin dobleces transpiraba su amada el día que le comunicó su embarazo! ¡Cómo contrastaba la actitud de la joven con las dudas y temores que a él inquietaban! Al final, el amor venció todos los temores. La radiante Eloisa aseguraba que la concepción se había producido la tarde en que el temario de las clases señalaba el estudio del astrolabio. Así, en recuerdo, si el hijo fuese varón llamarían con este nombre.

"Cierta noche, mientras Fulberto estaba ausente, la saqué a escondidas de la casa de su tío y la llevé sin demora a la mía, como habíamos convenido. Allí vivió, junto a mi hermana, hasta que dio a luz un varón, al que llamó Astrolabio. Tras la huída de Eloísa, su tío se volvió casi loco... ...No sabía qué hacer conmigo ni qué trampa tenderme. Si matarme o mutilar alguna parte de mi cuerpo".


Abelardo accedió de buena gana a la proposición de Fulberto, casarse públicamente con Eoloísa. Pero, para estupor general, Eloísa, con el argumento de que su amor no truncaría la carrera de Abelardo como filósofo, se opuso de manera radical a la boda. Tras un tenaz asedio, al final cedió de su postura inicial con la condición de mantenerlo secreto. Con esta reserva, el matrimonio se celebró en París. El airado tío, tras esta primera victoria en la lucha por restaurar el honor perdido, presionó para dar publicidad al vínculo y de esta manera normalizar la situación a los ojos de la sociedad.

De nuevo se opuso Eloísa, quien llega a realizar un juramento formal de que jamás se hubiera casado. La actitud fomentó entre el tío y la sobrina, que vivía con él, una profunda desavenencia que degeneró en malos tratos, llegando la situación a tal extremo que Abelardo se vio obligado a buscar refugio para su esposa en un convento de Argenteuil, cerca de París.
Fulberto, creyendo que Abelardo quería obligarla a hacerse monja para librarse de ella, juró vengarse, y en breve encontró medio de ejecutar su feroz venganza.

Sobornó a un criado del filósofo para que les franquease el paso, y una noche, entrando con un cirujano y algunos sayones en el cuarto de Abelardo, entre todos le castraron huyendo a continuación.

Y así se expresa Abelardo:
¡Qué importa que la justicia apresase al criado y otro de los agresores¡ El castigo --igual mutilación y además la pérdida de los ojos-- ¿le permitirían volver a sentir la anterior pasión? Tampoco el destierro del canónigo Fulberto, al que se confiscaron todos sus bienes, podía reparar lo perdido.


Era el año del Señor de 1118, mis heridas corporales sanaron, pero mi vida entera cambió. Hube de renunciar a Eloisa, que profesó de monja en el convento de Argenteuil, no volviendo a vernos en el resto de nuestras vidas; según las leyes canónicas estoy incapacitado para ejercer oficios eclesiásticos viéndome obligado a ingresar como fraile en el monasterio de San Dionisio.


Las emociones han sido en exceso intensas para este hombre cansado, perpetuo inconformista, castigado de forma atroz en cuerpo y espíritu. El hilo de la memoria se interrumpe, reclina el cuerpo sobre el lecho, cierra los ojos, y mientras dedica un postrer recuerdo a la que nunca dejo de amar, las cartas resbalan de su mano y exhala su último suspiro.

(Fuente: "Historia calamitatum" y Web de José Andrés Martínez).
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