Tres meses de ausencia.

Dejé cuatro artículos pre-editados. Me fui al pueblo a pasar una semana. Allí me sorprendió la decisión del gobierno de encerrarnos a todos en casa. Sin internet y sin posibilidad de acceder a Religión Digital. 

Regreso con el propósito transitorio --faltaré algunos días-- de continuar presente en este foro de opinión, aunque con el ánimo un tanto capitidisminuido. 

No sé si decir que lo siento para poder sentir lo que digo: las circunstancias, fruto de la casualidad, me han hecho no poder acceder a este foro donde nunca mejor la tertulia hubiera tenido un lugar más que adecuado. En el pueblo medio deshabitado me encontraba, cuando cayeron sobre nosotros las medidas gubernamentales de confinamiento. La desubicación local, provincia de Burgos, se unió a la imposibilidad de acceder a Internet. Religión Digital pasó a mejor vida con muerte temporal.

¿Qué decir entonces, ahora, de la relación que puede tener un pueblo minúsculo con la religión que antaño fuera vida espiritual de estos pueblos de Castilla, tan fervorosos en otros tiempos? Varias son las reflexiones que ahora me vienen a la cabeza, todas referidas a ese martilleo continuo de “qué queda” de todo aquello, cual lodos fruto de aquellos polvos.

Antaño el sacerdote vivía en el recinto del pueblo, con casa propia. Los tiempos cambiaron, mermaron los ingresos de la Iglesia, el número de sacerdotes decreció en grado tal que ahora no dan abasto para la atención de tanta parroquia… Conforme crecía el nivel económico y cultural del pueblo, disminuía el interés por lo religioso en grado tal que la sociedad, en su inmensa mayoría dejó de ser creyente y todavía menos, practicante. El porcentaje de asistencia menguó de tal modo que apenas si cuatro avejentados fieles hacen acto de presencia en el recinto del templo. Por cierto, un edificio que exige atención y conservación.

Hoy los sacerdotes se han hecho “urbanitas”, habitantes de ciudades: viven con mayor comodidad, tienen acceso a medios y eventos acordes con su nivel cultural, se relacionan con sus conmilitones, los gastos, al compartir medios, se han reducido, la “propaganda fide” es mucho más fácil y efectiva. Los pueblos ya no existen en su perspectiva vital.

La vida religiosa en el alfoz de Burgos se encuentra bajo mínimos. No es que se pueda decir que “ellos se lo han buscado”. Las causas son múltiples, pero el hecho es ése. La supuesta bonhomía de su ínclito arzobispo, el para mí execrable Fidel Herráez, nada puede hacer por mejorar resultados. Todavía recuerdo los seis asistentes a su visita pastoral: todo un obispo que visita el pueblo, recibido por una familia de cuatro miembros, el sacristán y otro despistado. Sintomático.

Quizá lo que en los pueblos más incita a la pervivencia de lo religioso sea el mastodóntico edificio que descuella sobre los tejados, omnipresente en cualquier perspectiva urbana. Está ahí. Tiene que servir para algo. Obligación del pueblo es conservarlo en las mejores condiciones posibles. A veces por puro interés turístico. Pero dentro del edificio lo que reina es la tristeza.

No es que la realidad esté acorde con las sensaciones, pero éstas, en los pueblos, sí se sienten así. Más claro: para los sacerdotes que acuden de las ciudades a las parroquias rurales, los oficios más son una carga que una tarea asumida. Es la sensación que se percibe en los pueblos. Eso de atender a no más de diez o veinte personas asistentes a los oficios religiosos no es rentable. La ciudad les libera de tales cargas.

El domingo de la Santísima Trinidad fue el primero que se celebró en el pueblo después de casi tres meses de ausencia litúrgica. El repiqueteo del campanil pareció despertar del letargo a los feligreses, pero tan aletargada estaba su predisposición que muchos de ellos ni se enteraron. Sonó “la primera”, “la segunda” y “la tercera” y apenas si acudieron dieciocho fieles. Y, como siempre, el “qué dijo el cura” se quedó sin respuesta: ni de qué iban las lecturas ni el más mínimo resumen de su homilía.

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