El mundo religioso arrumbado que quedó atrás.

Para uno de estos jóvenes que hoy lo son hasta los cincuenta años, es impensable siquiera pensar que durante muchos años ¡no hubo televisión! Y que los móviles son de hace dos días. Y que los ordenadores eran algo meramente soñado por quienes los inventaron. ¡Curiosamente podíamos vivir sin todo eso!
Y teníamos la ventaja de que los juguetes los fabricábamos nosotros. La ventaja de que a la salida de la escuela teníamos tiempo para hacer la tarea y jugar. Nuestra vida infantil y hasta juvenil era un juego continuo. Ni pensar en extra escolares, porque todo era una extra escolar.
Cierto también que gozábamos sobremanera dentro de un ambiente espiritual del que, hoy, pueden prescindir sin que parezca que nada perturba sus vidas. Era el nacional catolicismo como régimen y catolicismo nacional como vivencia. Nuestra vida tenía principios rectores emanados del mismísimo régimen celestial. Hasta los dictadores lo eran “por la gracia de Dios” (menuda gracia).
El suceder de los días quedaba troceado por los domingos y días festivos, días en que toda la familia acudía gozosa a misa, que era el acto más importante de la semana. Para muchos posiblemente era el único día de aseo especial, cuando en la inmensa mayoría de los pueblos no había agua corriente en las casas. Era el día también de sacar del armario los vestidos de fiesta. Faltar a misa era algo inimaginable. Privaría de sentido el día, la semana y hasta la existencia. Añádase el calificativo de ovejas negras que recibían quienes no iban a misa: eran los republicanos, los rojos y demás gentes de mal vivir.
Por supuesto los que comulgaban creían en la presencia real de Jesucristo en el pan y el vino. Los que no comulgaban, que eran muchos, sobre todo hombres, también creían en dicha presencia real y por lo mismo no comulgaban: sería una ofensa a Jesucristo presente en la hostia, porque estaban llenos de pecados y no se habían confesado y sólo comulgaban los que únicamente tenían pecados veniales.
Para el precepto de la confesión, obligatoria al menos una vez al año, había una semana especial, la denominada “Santa”. Para facilitarla y preservar la intimidad, acudían confesores especiales de otras iglesias, lo cual salvaguardaba secretos de los que no podía enterarse el párroco del lugar, con quien jugaban a las cartas o confraternizaban en las bodegas.
Las fiestas de la Virgen eran especiales y era mayor el fervor que el pueblo expresaba. No en vano el rosario era una práctica habitual dentro del hogar o en el templo a determinada hora de la tarde.
Nosotros los mayores recordamos que se podían “adquirir” bulas para poder comer carne en Cuaresma. También tenemos conciencia de haber realizado actos para procurarnos indulgencias, que, sin saber demasiado en qué consistían, se conseguían “por si acaso” o por defecto, por el hecho de acudir a tal basílica o ermita, por rozar tal piedra o por rezar oraciones especiales. Algunas iglesias tenían privilegios exclusivos, porque en ellas se conservaban reliquias. Aún recuerdo la visita a Santo Toribio de Liébana y el temblor que todos sentimos al saber que “aquello” era un trozo de la “Vera Cruz”.
Los actos más triviales estaban teñidos de religiosidad. Antes de comer se rezaba una oración de bendición de los alimentos y de acción de gracias por quienes los proporcionaban. Nadie se retiraba a dormir sin rezar jaculatorias, oraciones o recomendaciones del alma de muy distinto cariz. De los recuerdos infantiles brotan estas perlas:
• “Santa Mónica la viuda – madre de San Agustín – a vos encomiendo mi alma – que yo me voy a dormir”.
• “Con Dios me acuesto, con Dios me levanto, con la Virgen María y el Espíritu Santo” (algunos, con razón, pensaban en si la cama resistiría tantos durmientes).
• “Santísimas y buenas noches nos dé Dios que nos ha juntado aquí: él nos junte en la gloria, amén.
Aún hay quienes pretenden que todo siga así. Ver este ENLACE.
Por supuesto que los predicadores también habían infundido el miedo a la condenación eterna por las malas obras, especialmente las que tenían que ver con ataques verbales a los miembros del clero. Y aunque nadie se consideraba a sí mismo reo de poblar el infierno, sí del purgatorio, que podía tener una duración inimaginable.
Hoy se llamaría superstición, pero no entonces: los demonios existían realmente. Y el infierno lo era “para siempre, siempre, siempre”. El mundo estaba plagado de espíritus, la mayor parte malignos, aunque el que más importaba era el “ángel de la guarda”. “Ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día, no me dejes solo que me perdería”. Había jaculatorias para cualquier momento y situación del día.
También se podía uno beneficiar de elementos como el agua bendita que limpiaba los pecados veniales. En la habitación principal de casa solía haber una como vasija para agua bendita, que servía para signarse antes de dormir. Había también invocaciones a santos determinados y sobre todo a la Virgen María en sus diversas invocaciones.
Tales creencias, oraciones y prácticas impregnaban la sociedad no sólo de seguridad espiritual sino también de alegría, la alegría de sentirse, todos, buenas personas por cumplir con los preceptos de la Iglesia.
En ese mundo especial que echaba raíces hasta llegar al Medievo, difícil resultaba ejercitar el sentido crítico de las cosas. Las prácticas piadosas brotaban de convencimientos arraigados y hoy es imposible juzgarlos sin caer en anacronismos. Era una cultura agraria y campesina, donde los hechos de la naturaleza venían a ser símbolos del mundo espiritual que se encargaban de explicar personas cultas y cultivadas como eran los sacerdotes.
La iglesia, la parroquia, aglutinaba la vida de los pueblos. Los actos festivos redimían en cierto modo el penoso trabajo diario. Los actos de culto resultaban hermosos y solemnes. El latín que nadie entendía sugería más de lo que decía impregnando de misterio los actos de culto. Las campanas y su conmovedor sonido se interpretaban como acompañantes necesarios del devenir diario: concitaban a la reunión, recordaban a los vivos que alguien había fallecido, servían hasta de aviso ante el pedrisco o los incendios.
Todavía la Iglesia, en nuestra infancia y juventud, era poderosa, orgullosa y desafiante; presidía toda la vida del hombre, desde la cuna a la tumba. Toda la sociedad estaba bajo el influjo de la Iglesia. Referidas a nuestros días y a estos nuestros jóvenes años, podríamos repetir las palabras del historiador inglés James Anthony Froud como él lo decía de sus antepasados reformistas que arruinaron todo un pasado católico:
Hemos perdido la clave para interpretar el carácter de nuestros padres; y los grandes hombres, incluso de nuestra propia historia inglesa anterior a la Reforma, nos parecen como esqueletos fósiles de otro orden de seres... ...deseos, creencias, convicciones del mundo antiguo se iban para no regresar jamás. ...Sólo en las naves de una catedral, sólo cuando contemplamos sus silenciosas figuras durmiendo sobre las tumbas, intuimos vagamente cómo fueron estos hombres cuando vivían, y quizá también lo intuimos en el sonido de las campanas, esa creación e la Edad Media, que llegaría a nuestros oídos como el eco de un mundo extinguido.