La necesaria conversión (5) El miedo.

Quien revisa su conducta, y no todos son capaces de hacerlo, echa la vista atrás para buscar los motivos, para saber por qué obró de esa manera, por qué mantuvo tal o cual actitud, por qué continuó haciendo lo mismo a sabiendas de que... Y no siempre la respuesta es la adecuada, la que convence. La introspección es un ejercicio asaz difícil.

Solemos encontrar con más facilidad los motivos en conductas ajenas que en las propias, quizá porque muchas de esas conductas suelen ser “de libro” y nos aparecen más claras que las propias: obsesiones, compulsiones, neurosis progresivas o desarrolladas…

Nuestro sacerdote “convertido” se preguntaba cómo fue capaz de mantener creencias y conductas durante tanto tiempo, que posteriormente ha visto con claridad que eran absurdas e incluso aberrantes. Y apuntaba gráficamente una de las causas: “Estaba endrogado”.

Hablaba también de creencias inculcadas en la niñez, reafirmadas –reforzadas— en la juventud y continuadas con la práctica durante toda la vida, motivo por el cual era bien difícil erradicarlas del conglomerado actitudinal de la persona.

Pero apuntaba, asimismo, una nueva causa: MIEDO.Tómese miedo en un sentido amplio, que trasciende eso de “temor a males o castigos futuros”. Miedo como recelo a lo que pueda pasar, como aprensión, como ansiedad por abandonar hábitos tan largamente desarrollados. Es una desconfianza, un desasosiego por el repuesto que debiera llenar el hueco dejado por tantas sensaciones y emociones vividas al amparo, en este caso, de la fe.

Es el “miedo sacro”, expresión que alguien acuñó como elemento que se encastra en la mente, propiciado por imágenes e ideas transmitidas o generadas por los académicos de la Iglesia, teólogos, doctores y propagadores de la fe.

No pensamos que fuera propósito primero de la Iglesia el manipular (sus propósitos eran más espirituales, altruistas y elevados) ni, menos subyugar las conciencias. O al menos jamás admitirán que lo fuera ni admitirán que lo hacen, convencidos de que son los portadores y transmisores del mayor bien posible para las almas, su salvación.

Lógicamente todo lo que se opone, se enfrenta o hace peligrar la salvación prometida es malo. Ya se han encargado a lo largo de los siglos de hacer saber de qué elementos constitutivos está formada esa maldad y cuáles son las consecuencias de caer en sus garras.

El miedo –que es duda, desasosiego, prevención incluso— tiene sus efectos en la mente. En primer lugar, el miedo impide pensar, impide tener fría la mente, busca respuestas inmediatas, como si dijéramos, actos reflejos con que enfrentarse al estímulo que lo provoca. Tales respuestas también las proporciona la organización. Piénsese en la infinidad de jaculatorias, oraciones y prácticas o en recursos directos como dirección espiritual, confesión, etc.

El miedo, que es, repetimos, inseguridad ante un futuro incierto, impide incluso la rebelión, el cambio o desecho de lo superfluo, la evolución en los criterios. No hace posible que la persona tenga fuerza mental suficiente para desechar el error. Aunque la mente lo perciba, esa misma mente también proporciona conocimiento sobre las consecuencias. De ahí que minimice dichas percepciones.

Es un continuo preguntarse… “¿Y si…?” que hace debatirse a la persona en la duda y en la inseguridad.

Dirán que la Iglesia no ha generado ese miedo psicológico, dado que su mensaje de amor, perdón y salvación es todo lo contrario del miedo. Dirán que pudiera ser que en el pasado la imaginación popular veía donde no había, inventaba lo que quería; afirmarán que hoy no es así, que tales miedos han desaparecido del horizonte predicador…

Pues, ¿qué decir? Debe ser cuestión de interpretación, porque la imaginería ofrecida al pueblo para prevenir o escarmentar es bien clara. Y se manifiesta con suma claridad en literatura religiosa o pararreligiosa, libros, poemas, relatos, etc.; así se aprecia en retablos de iglesias y catedrales; en pinturas, grandes o pequeños cuadros; en miniaturas… El miedo al infierno, pintado con vivísimos colores, el miedo a la condenación eterna ha sido una constante en la predicación eclesial. Y ese miedo se inoculaba en la más tierna catequesis del pasado. ¿Hoy no es así? Será porque no pueden atemorizar como lo hacían antes.

Es curioso cómo ese miedo, que es terror en este caso, es más frecuente, más imaginativo, más vívido entre las huestes protestantes que en el entorno católico. Los escritos de Lutero y de otros predicadores de los primeros tiempos son verdaderamente espeluznantes a este respecto.

Cuando uno se ha desprendido de ese miedo irracional es cuando se da cuenta de cómo mentes enfermizas han podido generar tamaña monstruosidad imaginativa.

En realidad fue el miedo y el temor a lo que desconocía el que entregó al hombre en brazos de la religión: ese mismo miedo es el que le impide desprenderse de ésa y otras credulidades. Lo que en el niño es algo natural –tener miedo—porque lo libra o previene de peligros que él desconoce, en el adulto es degradación. El creyente que depende del miedo a la pérdida de su fe es un eterno adolescente.

Hay otra clase de miedo que también coarta la libertad de decisión (no tanto de pensamiento) en los “consagrados al Señor”. Es el miedo a perder el peculio, la posición social, el puesto de trabajo… Es el miedo a enfrentarse a un futuro profesional incierto. Es la situación que refleja el mismísimo Evangelio en la alegoría del administrador infiel. ¿Cómo un sacerdote, un fraile, con 30, 40 o más años de profesión puede encarar su diario sustento dejado a su suerte, con sus propias fuerzas? Imposible para muchos.
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