El placer de ser engañados.

La expresión “mentira piadosa” parece tener connotaciones positivas (mentir para buscar un bien, para ayudar a una persona, para evitar daños peores…), pero bajo tal pretexto se han cometido excesivas felonías y se han buscado, y conseguido, pingües beneficios.

A merced de esa consigna paulina piadosa de la mentira por el bien de Dios, los altos dignatarios de la Iglesia han mentido siempre y, por supuesto, han justificado teológicamente la mentira. Poniendo por delante que los textos sagrados lo son a fuer de ser revelados, leemos cómo San Pablo llega a justificar la mentira en su epístola a los Romanos (ya es sintomático que sea, precisamente, “a los romanos”). Y a partir de él distintos “Padres de la Iglesia”, como el divino Crisóstomo, “pico de oro”, no sólo la exculpa, sino que incluso la alienta defendiendo su necesidad.

Nadie mentiría si su mentira fuera al punto descubierta y denunciada. Sin embargo, las mentiras en religión tardan muchos, muchísimos años, quizá siglos, bien que a la postre caigan por su peso. La denuncia corresponde desvelarla y denunciarla a quienes han sufrido la mentira o quienes se pueden ver implicados en la misma por silencio cómplice.

“Algún placer peculiar deben hallar una y otra vez los hombres en dejarse embobar, vender, aniquilar: por la patria, por el espacio vital, por la libertad, por el Este o por el Oeste, por este o aquel soberano, pero sobre todo por aquellos que con plena seguridad confunden a Dios con su propio provecho o su propio provecho con Dios; aquellos que, persiguiendo tenazmente su meta sirven al interés del día sin perder de vista la eternidad; que en tiempos de paz propagan la paz y en tiempos de guerra, la guerra, lo uno y lo otro con la misma fuerza persuasiva e igual perfección: allá el niño Jesús, aquí los cañones; allá la Biblia, aquí la pólvora; de un lado “amaos los unos a los otros”, del otro “matadlos, Dios lo quiere” o “lo han jurado, han de prestar obediencia”… …Sí, algún pacer peculiar debe ser inherente al hecho de bañarse, siglo tras siglo, en la sangre de esa humanidad y exclamar “¡Alleluia!” al hecho de mentir, falsear y simular durante casi dos milenios”. (K.Deschner. Opus diaboli)

Bien podría haber sido la Iglesia la que se hubiese puesto en contra de esa marea sanguinolenta. Si en todo momento hubiese alzado sus pendones en pro de la paz, defensa de la vida, enaltecimiento de los valores que ahora pretende defender, siempre del lado de los más olvidados de la fortuna… otra hubiera sido,  quizá, la historia de Europa.

Hacer elucubraciones históricas sobre "possibilia" no conduce a nada, pero es seguro que habría tenido de su parte a la masa trabajadora que en los siglos XIX y XX se entregó a los brazos mortíferos y heladores del comunismo, sufriendo en consecuencia la desafección de una gran parte de la sociedad.

Pero no, lo suyo fue, primero, justificar los genocidios. Luego alentarlos. Más tarde sumarse a las mesnadas mortíferas de la historia.

Muchos de los que, hoy, sacan a pasear su pluma y prodigan alegatos en pro de esta Iglesia santa, difusora de la paz y el amor, pretenden que no miremos hacia atrás, que no veamos lo que ha sido la Iglesia católica, que no deduzcamos…

¿No ven que “eso” también es herencia cristiana? ¿No perciben que lo que ha sido no se puede borrar? ¿No pueden llegar a sospechar que, en igualdad de circunstancias, la Iglesia volvería a ser lo que fue? Podríamos pensar de manera torticera que ése pudiera ser el verdadero y profundo espíritu de la Iglesia, tapado por cientos de miles de tratados sobre el amor y la paz.

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