En mi pueblo ya ni se confiesan.
En tiempos en que para mí todo eso –Semana Santa, teología de la salvación, sacramentos-- constituía algo, vida propia, vivencia y alimento espiritual, la lectura y meditación de la teología encerrada en el Sacramento de la Penitencia constituyó un soberbio revulsivo para profundizar en la práctica sacramental.
Creía y estaba convencido de que si en rigor tales gracias emanaban de tal sacramento, la lógica teológica debiera inducir a su diaria fruición, lo mismo que la Eucaristía. El Sacramento de la Penitencia, “confesión” en otros tiempos, era la delectación de la Pasión de Cristo. Así se dice donde se dice:
"Toda la fuerza de la Penitencia consiste en que nos restituye a la gracia de Dios y nos une con Él con profunda amistad" (Catecismo Romano, 2, 5, 18). El fin y el efecto de este sacramento son, pues, la reconciliación con Dios. En los que reciben el sacramento de la Penitencia con un corazón contrito y con una disposición religiosa, "tiene como resultado la paz y la tranquilidad de la conciencia, a las que acompaña un profundo consuelo espiritual" (Concilio de Trento: DS 1674). En efecto, el sacramento de la reconciliación con Dios produce una verdadera "resurrección espiritual", una restitución de la dignidad y de los bienes de la vida de los hijos de Dios, el más precioso de los cuales es la amistad de Dios (Lc 15,32).
Sí, pero no era lo mismo. La ingestión de la oblea sacramental es algo inocuo, es más, es una forma social de manifestar la “comunión” con los demás y el supuesto de que uno está limpio de polvo y paja: lo “otro”, la confesión, presupone arrodillarse ante alguien “que es como yo” y vaciar en él la propia conciencia. Si ya la práctica dominical está en frecuencias mínimas, el cumplimiento penitencial está todavía más arrumbado. Nadie percibe en su interior la necesidad de ser perdonado. Es un modo fáctico de importar el pensamiento protestante al uso particular.
Con el paso de los años y a la vista de que “si no me confieso no pasa nada y soy igual de bueno (o de malo)”, el pensar por uno mismo y el razonar propio puso y pone las cosas en su sitio: concluimos que “la confesión” no es otra cosa que un mecanismo psicológico de descarga del que la Institución se apropia. No merece la pena perder ni el tiempo ni el honor en contar las cuitas propias a un desconocido. Con dirigir la mirada al crucificado, basta y sobra.
Hoy el vulgo plebeyo tiene multitud de elementos para llegar a los mismos efectos de descargar tensiones interiores: el primero la instrucción y la lectura, donde uno puede llegar al conocimiento de “lo que le pasa” sin necesidad de pasar por las horcas caudinas del confesor. Pero también las charlas familiares y amicales, las tertulias, el ocio, el acceso al cine y al teatro, los “chats”, etc. etc.
Añadamos el dato de que el sacramento de la confesión ha sido durante siglos un medio poderoso de control. Por más que hablen de sigilo sacramental y penas severas para el confesor que lo conculque, la “confesión” fue un sibilino modo de controlar la sociedad y gozar en provecho de la Iglesia de secretos no conocidos por otro modo. Recuérdese el “confesor real” y los curas al servicio exclusivo de determinadas casas nobles.
Para la práctica anual obligatoria de tal sacramento –rememoración y goce de la Pasión de Cristo--, en los pueblos donde el párroco era dueño de las conciencias y “donde todo se sabe”, las diversas Diócesis propugnaron un modus operandi que animara a los fieles a dicha práctica sin temor a quedar en evidencia ante la persona, el párroco del villorrio, que a las pocas horas estaría tomando unos vinos con ellos en el bar: proporcionar confesores ajenos al entorno social.
El pueblo burgalés donde me recupero del agobio madrileño y donde el verdor del campo que renace le entra a unos por los poros, apenas si llega a los cincuenta habitantes censados, la mayoría viejos de vejez. El pasado domingo 24 se anunció en la misa dominical que al día siguiente, lunes 25, los fieles podrían cumplir con la obligación eclesiástica de “confesarse al menos una vez al año”. A las siete de la tarde del lluvioso lunes sonaron las campanas.
Sin saber a qué se debía el tañido de las mismas, charlando con el octogenario sacristán me dijo la razón.
-- Para confesarse. Vinieron ayer dos curas de Burgos. Yo mismo les dije que para qué tantos, si…
-- ¿Y cuántos fueron a la iglesia a confesarse?
-- Uno.
--¿Y quién fue?
-- Yo mismo.
Me sonreí y lo único que se me ocurrió es confirmar lo que él mismo sabía: “¡Pero si tú, a tus años, ya no tienes pecados!”