La religiosidad petrificada, patrimonio de los templos.
Pretenden serlo, lo dicen en sus sermones, lo pregonan desde encumbrados púlpitos, se rodean de colorida parafernalia, viajan a países lejanos para proclamarlo...
Pero no, la religión ya no es ni elemento “humanizador” ni elemento “crítico”.
Es un medio más, como lo ha sido hasta ahora, de control de las personas. Individuo a individuo, de la gran masa manipulable. Se apoderan primero de las conciencias y de ahí pasan a las herencias. Y de ahí a la pervivencia del staff burocrático del que viven muchos trabajadores del sentimiento.
Son otros, son los medios de comunicación, quienes desvelan, denuncian, fustigan y, muchas veces, quienes procuran el cambio de las situaciones amenazantes que siente el hombre.
Amenazas que provienen de políticos egocéntricos, de la tecnología, de la cibernética, de la manipulación genética, de los medios de destrucción masiva, del empobrecimiento y degradación de la naturaleza, del control de la vida diaria por parte de multinacionales sin alma...
No son las mezquitas ni los púlpitos ni las hojas parroquiales ni las ventanas vaticanas quienes, moviendo un dedo, aceleran su cambio. No tienen fuerza ninguna para ello. Todo lo contrario, las religiones son un foco emponzoñado de conflictos, donde se enquistan todos los problemas culturales y sociales presentes en el mundo. Porque las religiones son las sociedades más inmovilistas, conservadoras y retrógradas de la tierra.
Es posible que sus jerarcas estén dispuestos a proponer espacios de libertad y justicia, pero, muy a su pesar, las masas crédulas están sordas a aquello que escape del propio rito y del consuelo personal.
Los grandes ideales han huído de los templos: ya no hay hombres en los templos, hay almas.