Quizá no sepan nada del amor.

Desde ahora digo que son palabras sesgadas y puede ser que hasta lacerantes, pero es una forma cruda de diseccionar algún que otro rasgo de la espiritualidad “acendrada” de cierto segmento social de la credulidad.

Cuando en las prédicas dominicales hablan del amor… ¿podemos saber con claridad a qué se refieren?

Da la sensación de que ni siquiera en el mandamiento primero, el que propugnó el “fundador”, se ponen de acuerdo: “Os doy un mandamiento nuevo, que os améis los unos a los otros como yo os he amado”.

Comenzando por el final, discuten y discutirán ese “como yo os he amado”, si fue por la cruz que salvó al mundo, si fue por la eucaristía que alimenta el alma, si fue por sus enseñanzas, si fue por la convivencia apostólica, si fue por cómo amó a los niños, si fue como amó a las mujeres, o si fue todo en conjunto.

Y, pasados los siglos, los más cercanos y fieles seguidores de su doctrina (pretendida doctrina) se ponen a “imitar”: su amor sufridor se hace cilicio; su amor a los niños se acerca a la pederastia; su amor doctrinal se hace imposición, durante siglos por la espada; su amor se hace convivencia conventual las más de las veces insoportable...

Y meten en el mismo saco del “amor” lo que es sentimiento, lo que es justicia social, lo que amistad y lo que es “gracia divina”.

Desde luego el verdadero amor, el amor físico, el amor que implica sexualidad, no tiene cabida.

El amor al hermano –y ya es ganas de distorsionar las palabras— se hace compasión caritativa limosnera, sentimentalismo barato, idealismo, filantropía de ONG, blandura sensiblera, languidez compasiva, plato de comida al atardecer, suspiro desmayado ante las penas y sufrimientos de tal feligresa...

Pero tarea callada por cambiar las condiciones sociales para que “esa” persona ascienda de nivel, eso no, que para eso están las autoridades y los políticos. Y, por si acaso, podría acarrearles muchos problemas.

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