La supuesta "vivencia" que dicen ser la religión.

Otro motivo hay –mucho hemos discutido sobre el mismo— para aceptar creencias inconcebibles si se analizan racionalmente: la religión no es sólo conocimiento, es también “vivencia”. La religión no es tanto “un pensamiento” cuanto un “sentimiento”.  La religión, leemos con harta frecuencia, “se vive”, no se piensa. 

Habría que dilucidar qué quiere decir esto de “se vive”, cosa que hoy por hoy no se nos alcanza: ya, la religión supone criterios de conducta, supone meditación, supone fervor, supone también emoción...  ¿Pero no supone también pensamiento de aquello que se cree, que las más de las veces resulta abstruso, confuso e inasequible a la razón?

Precisamente éste es el motivo –que la religión sea un sentimiento-- de que haya tantos entusiastas, apasionados, acalorados…  defensores de la fe, por no seguir con la relación de sinónimos hasta llegar a “fanáticos”.

La historia de la Iglesia es también un muestrario de cómo ha perseguido a aquellos que intentaban pensar respecto a lo estipulado, no ya “por su cuenta”, sino solamente “pensar”.  O eran expulsados o eran estigmatizados, enclaustrados o recluidos, o, en algún caso, eliminados.  “Pensar” sólo podían hacerlo aquellos que eran “doctores de la fe”, tan pervertidos respecto al contenido de la misma como aquellos que intentaban saber algo más.

El galimatías de conjugar conocimiento y sentimiento ha sido tal a lo largo de esa Historia de la Iglesia que muchos desarrollaban ideas peregrinas, heréticas, convencidos de su verdad y caminaban a la hoguera con el mismo entusiasmo fanático que los mártires del pasado. Invocaban a Jesucristo mientras quienes encendían la pira se decían a sí mismos ¡representantes oficiales de Jesucristo! 

He ahí el choque de convencimientos, el choque de fanatismos, discutiendo y matándose sobre verdades que el devenir de los tiempos ha tirado por la borda.

Cualquiera de las opciones dogmáticas que se defendieron en los seis o diez primeros siglos de formación de doctrina podría ser parte del recitado del credo actual. La diferencia se dio en el poder político que sustentaba tal verdad, en la capacidad “persuasiva” de las mesnadas de unos u otros, en la “compra de voluntades”…

Lo dicho: sentir, no pensar; vivir, no preguntar. Éste ha sido el dogma mayor de los doctrinarios religiosos de todos los tiempos a la hora de “pensar” en lo que se cree.  Y… ¿qué es lo que se ha llegado a “vivir” y “sentir”? Pues  ni más ni menos que “verdaderas” tonterías, monsergas, farsas, bufonadas doctrinales… que sólo se aprecian  cuando uno logra pensar en ellas, desprendiéndose de las mismas. Pensar en ellas cuando se ha visto que “el vivir” y el “sentir” se halla en otros pagos y comarcas de la vida alejados del creer.

No generalicemos al decir “verdaderas” tonterías… tonterías que deberían ser incluso para el mismo sustento de la fe: son creencias y obras “no necesarias” para el espíritu religioso;  para quien, admitiendo un Dios personal que todo lo ve, lo cuida, lo rige y lo gobierna, accede a él por medio de la oración o la alabanza.

¿Misas, santísimos, rosarios, triduos, indulgencias…? ¿Infalibilidad del Papa de Roma? ¿Dios Trinidad? ¿Jesucristo, un hombre, a la vez Dios? ¿Ángeles revoloteando? ¿Pecados capitales? ¿Carne el Viernes Santo? ¿Santísimo Sacramento? ¿Anunciación angélica? ¿Ascensión y Asunción?

Respuesta del “establishment” durante siglos: “¡Cree, no pienses!”

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