Carrerismo Eclesiástico
Entre tantas acepciones, todas ellas correcta y oportunas, que el Diccionario de la R.A.E. proporciona sobre lo que significa “hacer carrera”, destaca la de “prosperar en sociedad”. El lenguaje popular traduce la expresión en “carrerismo”, aunque tal término no disponga todavía de las correspondientes bendiciones académicas. Por supuesto que tan descriptivo y dogmático sustantivo puede ser acompañado por diversidad de adjetivos, tales como político, empresarial, delictivo, deportivo y tantos otros, cuyas referencias sean la vida, tanto personal como colectivamente y en su riqueza de situaciones y versiones.
Resulta forzosamente lógico inferir que el atributo y calificativo de “eclesiástico”, de por sí, no podría aislarse de la expresión “carrerismo”, aunque conceptualmente, al menos en teoría, su aplicación y uso tuvieran que resultar embarazosos, difíciles y contrapuestos.
Pero, como casi todo en esta vida, una cosa es la teoría y otra es la práctica. No siempre estos dos conceptos se presentan maridados y además ejemplarmente, al amparo de la cúpula de la indisolubilidad. Aún más, diríase que, por raras e insondables circunstancias para unos, y razones para otros, la relación establecida entre “carrerismo” y “eclesiástico” da la impresión de establecerse de por vida y, aunque duela y descalifique su reconocimiento, con proyección exageradamente universalizada y en ámbitos de sacralidad, impensable para los observadores de estos temas que, por lógica religiosa y aún social, habrán de ser siempre mayoría .
Sí, la experiencia, la práctica, los datos, el conocimiento personal y colectivo, la condición humana, el sistema –oposiciones, exámenes y pruebas-, y el mismo reconocimiento fundamentado en “informes oficiales”, contribuye de modo decisivo a la elaboración y mantenimiento del “carrerismo” dentro de la Iglesia, en cuyos tentáculos tantos han de sentirse atrapados.
A nadie puede extrañarle –y menos escandalizarle- el conocimiento del hecho de que el “carrerismo” eclesiástico existe, de que sus proporciones son considerables, de que raramente se dan ámbitos, situaciones o lugares,- por muy santos que sean o deban ser-, en los que sean impensables su constatación y registro. Lo que podría enojar, enfurecer y exasperar, y más en el nombre de Dios, no es el conocimiento o recuerdo que les haya llegado a través de este comentario, sino la constatación de su realidad y operatividad, sobrepasando cualquier límite de prudencia y de discreción el razonamiento de que tal es la voluntad de Cristo Jesús, activamente representado en hombres de Iglesia, que inspiran, sustentan y acreditan su relación con la profesión o carrera. El hecho de que tal profesión-carrera pueda beneficiar – o afectar - en este caso tan solo a hombres- varones- y no a las mujeres, plantea problemas de posible discriminación que, por su dimensión y carácter, es merecedor de otra y distinta reflexión.
La Iglesia no es ya meta, objeto y justificación de una o de muchas carreras, pese a que lo de “carrera eclesiástica” siga en vigor en la práctica popular y en la de no pocos que la ejercen y profesan hasta sus penúltimas consecuencias, si no económicas, al menos sociológicas o sentimentales. Si en tiempos pasados la carrera eclesiástica fue aspiración, colmo de esperanzas e intenciones, hasta de las más nobles y ricas familias, el más elemental y veraz planteamiento de la dedicación -ejercicio ministerial – pastoral - de siempre y más de hoy, habrá de estimular a rehuir las más leve insinuación y concordancia de cuanto sea y signifique “hacer carrera” en el contexto de las realidades terrenales, todas, o la mayoría, santas y legitimas.
Es obvio que “oficio” y “profesión” son términos inconmensurablemente serios y comprometidos. También lo es el de “vocación. Pero unos y otro no tienen por qué coincidir ni identificarse. En los primeros, hasta puede ser-y es-, válido, legal, santo y bueno el “carrerismo”. En lo relativo a lo eclesiástico, y a la vocación, del “carrerismo”- funcionariado, y de quienes lo fomenten y practiquen, no cabe más invocación ritual que la impuesta en las implorantes letanías de la Iglesia, del “líbera nos, Dómine”.
Resulta forzosamente lógico inferir que el atributo y calificativo de “eclesiástico”, de por sí, no podría aislarse de la expresión “carrerismo”, aunque conceptualmente, al menos en teoría, su aplicación y uso tuvieran que resultar embarazosos, difíciles y contrapuestos.
Pero, como casi todo en esta vida, una cosa es la teoría y otra es la práctica. No siempre estos dos conceptos se presentan maridados y además ejemplarmente, al amparo de la cúpula de la indisolubilidad. Aún más, diríase que, por raras e insondables circunstancias para unos, y razones para otros, la relación establecida entre “carrerismo” y “eclesiástico” da la impresión de establecerse de por vida y, aunque duela y descalifique su reconocimiento, con proyección exageradamente universalizada y en ámbitos de sacralidad, impensable para los observadores de estos temas que, por lógica religiosa y aún social, habrán de ser siempre mayoría .
Sí, la experiencia, la práctica, los datos, el conocimiento personal y colectivo, la condición humana, el sistema –oposiciones, exámenes y pruebas-, y el mismo reconocimiento fundamentado en “informes oficiales”, contribuye de modo decisivo a la elaboración y mantenimiento del “carrerismo” dentro de la Iglesia, en cuyos tentáculos tantos han de sentirse atrapados.
A nadie puede extrañarle –y menos escandalizarle- el conocimiento del hecho de que el “carrerismo” eclesiástico existe, de que sus proporciones son considerables, de que raramente se dan ámbitos, situaciones o lugares,- por muy santos que sean o deban ser-, en los que sean impensables su constatación y registro. Lo que podría enojar, enfurecer y exasperar, y más en el nombre de Dios, no es el conocimiento o recuerdo que les haya llegado a través de este comentario, sino la constatación de su realidad y operatividad, sobrepasando cualquier límite de prudencia y de discreción el razonamiento de que tal es la voluntad de Cristo Jesús, activamente representado en hombres de Iglesia, que inspiran, sustentan y acreditan su relación con la profesión o carrera. El hecho de que tal profesión-carrera pueda beneficiar – o afectar - en este caso tan solo a hombres- varones- y no a las mujeres, plantea problemas de posible discriminación que, por su dimensión y carácter, es merecedor de otra y distinta reflexión.
La Iglesia no es ya meta, objeto y justificación de una o de muchas carreras, pese a que lo de “carrera eclesiástica” siga en vigor en la práctica popular y en la de no pocos que la ejercen y profesan hasta sus penúltimas consecuencias, si no económicas, al menos sociológicas o sentimentales. Si en tiempos pasados la carrera eclesiástica fue aspiración, colmo de esperanzas e intenciones, hasta de las más nobles y ricas familias, el más elemental y veraz planteamiento de la dedicación -ejercicio ministerial – pastoral - de siempre y más de hoy, habrá de estimular a rehuir las más leve insinuación y concordancia de cuanto sea y signifique “hacer carrera” en el contexto de las realidades terrenales, todas, o la mayoría, santas y legitimas.
Es obvio que “oficio” y “profesión” son términos inconmensurablemente serios y comprometidos. También lo es el de “vocación. Pero unos y otro no tienen por qué coincidir ni identificarse. En los primeros, hasta puede ser-y es-, válido, legal, santo y bueno el “carrerismo”. En lo relativo a lo eclesiástico, y a la vocación, del “carrerismo”- funcionariado, y de quienes lo fomenten y practiquen, no cabe más invocación ritual que la impuesta en las implorantes letanías de la Iglesia, del “líbera nos, Dómine”.