"Se enfrentan no sólo al trauma de la huida, sino a la trampa del laberinto burocrático" “El cuerpo consagrado y los cuerpos sin tierra” (Entre el día del Refugiado y el Día del Corpus)

Una patera en Baleares
Una patera en Baleares EFE

"El Servicio Jesuita a Migrantes, con motivo del Día Internacional de las Personas Refugiadas, ha alzado una vez más su voz con la claridad de quienes ven lo que muchos prefieren no mirar: el sistema ha colapsado, y lo ha hecho en silencio"

"Mientras el acceso al asilo se disuelve en la confusión de portales digitales sin respuesta, muchas reformas penalizan el tiempo de espera, condenando a muchos a la irregularidad perpetua"

En los márgenes de Europa, donde antes florecieron promesas de justicia y acogida, hoy crecen la espera interminable, el silencio institucional y la sospecha. Los refugiados, que no son otros que los perseguidos, los expulsados de sus tierras por la guerra, el hambre, la religión o el clima, se enfrentan no sólo al trauma de la huida, sino a la trampa del laberinto burocrático. El Servicio Jesuita a Migrantes, con motivo del Día Internacional de las Personas Refugiadas, ha alzado una vez más su voz con la claridad de quienes ven lo que muchos prefieren no mirar: el sistema ha colapsado, y lo ha hecho en silencio.

En lugar de puertos y manos abiertas, lo que encuentra hoy el refugiado es una agenda sin citas, una administración incapaz o indiferente, y normativas que mezclan extranjería y protección internacional con una eficacia que sólo parece servir a la exclusión. Mientras el acceso al asilo se disuelve en la confusión de portales digitales sin respuesta, muchas reformas penalizan el tiempo de espera, condenando a muchos a la irregularidad perpetua. Es un tiempo largo, sin rostro, donde las vidas se detienen mientras los expedientes duermen en estanterías invisibles. Y el resultado es claro: el solicitante no sólo queda fuera del sistema, sino fuera del relato de quienes deberían reconocerle como sujeto de derechos.

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Pero hay algo aún más grave. Porque miles arriesgan su vida para llegar a un lugar donde sólo buscan vivir, y lo hacen sin certezas, empujados no por el capricho, sino por el instinto más primitivo: la supervivencia. Frente a ellos, Europa responde con pactos que agilizan devoluciones sin garantías, con políticas de externalización que convierten a otros países en porteros de su moral, y con un discurso de seguridad que ignora el clamor de la dignidad humana.

El SJM lo advierte sin rodeos: esta apuesta por el cierre y el control no es una solución, es un retroceso. Las medidas restrictivas pueden reducir las cifras visibles, pero no la urgencia real. Cada vez que una frontera se blinda, aumenta el riesgo para quienes huyen. Cada vez que una ley endurece el proceso, crece la sombra de la ilegalidad, y con ella, la explotación, la pobreza, la desesperanza.

Frente a este panorama, hay quienes resisten no desde la confrontación, sino desde la convicción. Hay modelos de acogida comunitaria que  encarnan otro modo de responder donde  la hospitalidad no es un gesto ocasional, sino un principio estructural. Se trata de caminar con el otro, no de asistirle desde arriba. Voluntarios, profesionales, migrantes y refugiados deben participar en un proceso compartido donde todos transforman y son transformados.  Así el futuro se construye con dignidad, con pertenencia y con raíces nuevas que brotan en tierra extranjera, sí, pero fértil.

Europa olvida que un día fue ella quien huyó. Que sus guerras, sus exilios y sus hambrunas también forzaron a miles a cruzar fronteras, a pedir pan y techo

Y no es sólo una cuestión de justicia social. Es, también, un asunto de memoria. Europa olvida que un día fue ella quien huyó. Que sus guerras, sus exilios y sus hambrunas también forzaron a miles a cruzar fronteras, a pedir pan y techo, a empezar de nuevo. Hoy, esa misma Europa responde con tecnicismos a una pregunta profundamente humana: ¿qué haces cuando alguien llama a tu puerta buscando refugio?

El profeta no grita, señala. Y lo que señala el SJM, con voz firme y serena, es que no hay futuro posible sin acogida. Que no se trata sólo de abrir embajadas a las solicitudes de asilo o de reforzar corredores humanitarios. Se trata de algo más esencial: de recuperar el rostro humano de nuestras políticas, de recordar que detrás de cada cifra hay una historia, un nombre, un niño, una madre, una fe rota pero aún viva.

Si la hospitalidad desaparece de nuestra ética pública, si el derecho a pedir protección se convierte en un laberinto diseñado para disuadir, si normalizamos que vivir en la sombra es el destino de quienes más han sufrido, entonces no estamos perdiendo una batalla administrativa, sino una parte fundamental de nuestra alma colectiva.

No hay excusas ni atajos. Llegará el día —y está cada vez más cerca— en que el juicio no vendrá desde los despachos, sino desde las cunetas donde mueren los invisibles. Nos preguntarán dónde estuvo nuestra humanidad. Y entonces no bastará con decir que el sistema estaba saturado.

¿De qué nos sirve adorar al Sacramento si no reconocemos al mismo Señor en el rostro desgastado del migrante que llama a nuestra puerta?

Termino este articulo en el entorno del día del Corpus. No puede ser que mientras Cristo se ofrece en cada altar, tantos Cristos vivos —hambrientos, perseguidos, exiliados— sean detenidos en los umbrales de nuestras fronteras legales, o sepultados en archivos de una administración saturada y sin rostro. ¿De qué nos sirve adorar al Sacramento si no reconocemos al mismo Señor en el rostro desgastado del migrante que llama a nuestra puerta? ¿Cómo comulgar con sinceridad si no estamos dispuestos a acoger al forastero, como Él nos ha acogido?

Hoy, fiesta de presencia real, de ternura concreta, la Eucaristía se convierte en protesta silenciosa ante una sociedad que convierte los derechos en trámites, la compasión en sospecha, la acogida en excepción. Y sin embargo, el pan consagrado —ese cuerpo entregado— proclama otra ley: la del amor que no se firma, sino que se vive.

Me gustaría levantar pancartas o peticiones eclesiales insistentes como estas:

 El derecho de asilo no puede ser una concesión técnica. Debe ser una respuesta sagrada, una hospitalidad eucarística, un "tomad y acoged", sin condiciones ni reticencias.

Que la hospitalidad vuelva a ser sacramento, y no excepción.

Que el derecho de asilo no sea un papel, sino un acto de humanidad irreductible.

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