Retrato del hambre y la dignidad rota en Gaza Un puñetazo encima de la mesa en un marco bíblico

Gaza no es solo un nombre de geografía; es ahora un umbral del dolor contemporáneo, una grieta encendida donde se pone a prueba, cada día, la capacidad del lenguaje para sostener lo insoportable
El verbo “peleándose” no es gratuito; es el indicio de que la supervivencia ha desterrado la niñez, de que en Gaza los juegos han sido reemplazados por una desesperación visceral
No hay consuelo posible. Pero sí hay una exigencia: no voltear la mirada. Tal vez esa sea la mayor virtud literaria y moral de estas imágenes de la impotencia propia y colectiva
No hay consuelo posible. Pero sí hay una exigencia: no voltear la mirada. Tal vez esa sea la mayor virtud literaria y moral de estas imágenes de la impotencia propia y colectiva
Hay escenas que no deberían caber en los ojos humanos. No por su crudeza, sino por su intolerable repetición. Las noticias de niños agolpándose por la comida en Gaza no es apenas un recuento informativo: es una fisura por donde se cuela la angustia de un mundo herido, un fragmento del tiempo donde la infancia —ese territorio sagrado— se arrodilla ante el hambre. Gaza no es solo un nombre de geografía; es ahora un umbral del dolor contemporáneo, una grieta encendida donde se pone a prueba, cada día, la capacidad del lenguaje para sostener lo insoportable.
Son imágenes de un grupo de niños peleando por comida, arrimando sus platos y cazuelas, sonando en una sinfonía de horrores donde el ruido metálico se mezcla con los lamentos humanos. Al verlas, nos vemos arrojados sin contemplaciones al corazón de la tragedia. No hay tiempo para amortiguar el golpe ni espacio para la neutralidad: la escena es un espejo que nos incomoda, nos sacude. El verbo “peleándose” no es gratuito; es el indicio de que la supervivencia ha desterrado la niñez, de que en Gaza los juegos han sido reemplazados por una desesperación visceral. Y sin embargo, lo verdaderamente indignante no es la imagen misma, sino la condición que la hace posible: un bloqueo sistemático, una violencia estructural, una parálisis cómplice de la comunidad internacional.
Y al mismo tiempo, el representante de Palestina ante la ONU, al hacer referencia a la situación de su país, ha roto a llorar mientras golpea la mesa expresando la impotencia suya y de su pueblo durante su intervención.
En este marco, la voz de Riyad Mansour, quebrada, temblorosa, irrumpe como un lamento bíblico, un clamor que por momentos parece venir desde un tiempo arcaico, y sin embargo resuena con escalofriante actualidad. Que un diplomático —pieza muchas veces fría del engranaje político— se quiebre en un foro internacional no es un gesto menor: es la dignidad rota frente al horror, es la humanidad asomando entre las ruinas del protocolo. Sus palabras no están apenas pronunciadas: están desgarradas.
Dice: “Las madres abrazan los cuerpos inmóviles, acarician el pelo, les hablan, les piden perdón…”. Aquí la sintaxis no encadena ideas; acompaña el susurro de las madres que, en una mezcla de ternura y delirio, intentan rescatar lo que ya no respira.
El representante de Palestina en la ONU rompe a llorar ante la indiferencia del de Israel
— elDiario.es (@eldiarioes) May 29, 2025
🗣️“¿Cómo puede alguien tolerar este horror?”
🗣️“Las llamas y el hambre están devorando a los niños”https://t.co/gmNdT9ce7qpic.twitter.com/oq9XutLH7d
Y entonces, como en las Escrituras: “Voz fue oída en Ramá, llanto y gran lamentación; Raquel que llora por sus hijos, y no quiso ser consolada, porque perecieron”. El eco de esa Raquel que llora en Ramá atraviesa los siglos y se posa hoy en Gaza, donde cada madre parece repetir el mismo lamento antiguo.
Y, como si fuera la firma del documento más importante en la ONU, da un puñetazo fuerte encima de la mesa.
La fuerza poética de estas imágenes —y digo poética no por ornamento, sino por densidad expresiva— reside en su capacidad para entrelazar lo individual con lo colectivo, lo íntimo con lo político.
Y mientras tanto, como un decorado permanente, se entrelaza la imagen del humo dominando el horizonte de Gaza. Es una imagen bíblica: “la tierra estaba cubierta de tinieblas” (Éxodo 10:22), una columna de ceniza que sustituye al sol, una señal de que en ese rincón del mundo, cada día se libra un éxodo sin promesa. “Subía el humo de la tierra como el humo de un horno” (Génesis 19:28), y con él, la infancia arde en un holocausto de hambre y silencio. Pero a diferencia del relato antiguo, aquí no hay un Mar Rojo que se abra, no hay una tierra prometida al final del sufrimiento. Solo hay hambre, y es un hambre que no cesa, que se acumula como polvo sobre los ojos, que invade los estómagos y también las palabras.

El relato pone en diálogo múltiples registros: el periodístico, el político, el emocional, y en todos ellos se infiltra una sensación de impotencia. Hay algo coral en esta narración: una asamblea de voces —la ONU, Sigrid Kaag, António Guterres, los grupos de ayuda— que coinciden en la denuncia, pero se diluyen en la acción. La ayuda humanitaria, nos dicen, llega a cuentagotas, y esa expresión encierra su propio espanto: ¿cómo se dosifica el auxilio cuando se mueren niños? ¿Con qué criterio se reparte la urgencia?
Este texto nos confronta con una doble obscenidad: la de los cuerpos infantiles agonizando por inanición, y la de la maquinaria internacional incapaz de frenar esa agonía. Es una literatura del espanto que no inventa nada, que no necesita metáforas porque la realidad ya es insoportable. Aun así, el llanto de Mansour, y su puñetazo encima de la mesa que parece clausurar toda posibilidad de discurso, es en sí mismo un acto literario en el sentido más hondo: el lenguaje llevado a su límite, hasta el borde del silencio y la impotencia.
El colofón, con la actuación de Netanyahu como respuesta a las acciones de Hamás, introduce una disonancia brutal. Como si la historia no supiera qué tono adoptar: la guerra continúa su retórica de exterminio mientras en paralelo se describe el entierro de la infancia. El contraste es hiriente: mientras un líder de Hamás muere —un dato que el poder celebra—, decenas de niños lo hacen también, pero sin nombre, sin cifra oficial, sin duelo reconocido. En la contabilidad del horror, algunos cuerpos valen más que otros.

No hay consuelo posible. Pero sí hay una exigencia: no voltear la mirada. Tal vez esa sea la mayor virtud literaria y moral de estas imágenes de la impotencia propia y colectiva. Al obligarnos a mirar de frente, nos recuerda que el dolor ajeno, cuando es silenciado, se convierte en vergüenza propia.
Y que, en medio del hambre, la palabra y el puñetazo encima de la mesa —cuando son honestos, cuando tiemblan— puede seguir siendo una forma de resistencia.
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