Salón de los Pasos Perdidos

He tenido en mi vida muy pocas ocasiones de entrar en el Congreso de los Diputados y, de la última vez, no guardo ningún buen recuerdo. Nombraban sus señorías el nombre de un antepasado ilustre de mi marido para honrar su memoria, con lo que llevamos a algunos hijos y nietos al acto para que se enorgullecieran. Llegamos antes de la hora con la intención de asistir a una lección de democracia y sentados en la tribuna de invitados escuchamos a un parlamentario que defendía un tema. La sala estaba medio vacía y los escasos asistentes no le escuchaban o hablaban entre sí. Hubo un momento en que, por la necesidad de discutir un asunto de relevancia, volvieron los asientos a llenarse y subieron los portavoces de varios partidos con sus propuestas y entonces fue peor porque se reían o les abucheaban.

- Abuela, son unos mal educados los diputados porque no escuchan y luego se ríen de los oradores. Eso no está bien.

No tuve más remedio que darle la razón y lo único que se me ocurrió es explicar que en otros países es peor, pues incluso llegan a las manos. No creo que les convenció nada.

Hoy he vuelto al Congreso, al salón de los Pasos Perdidos, (por lo visto todos los palacios de la época tenían un salón con este nombre donde no se celebraba nada, pero servía de paso para el resto de las estancias) una preciosa sala adjunta al hemiciclo. El motivo de mi presencia era asistir a la entrega a Caritas del I Premio que entregaba el Defensor del Pueblo, en este caso la defensora, a una asociación que colaborara en la mejora de algunos colectivos en malas condiciones sociales. Dado que el Defensor depende del Congreso era bueno que se realizara en esas dependencias la entrega de manos de su presidente, Jesús Posada.

Tuve la suerte de formar parte del jurado y quiero dejar bien claro que, aunque había otras candidaturas formidables, Caritas no tuvo nadie que pudiera arrebatarle el premio. Los votantes éramos variopintos, de distintos partidos y pensamiento pero todos reconocimos que la universalidad y la amplitud de sus redes en España no tenían parangón con nadie. ¡Qué orgullo sentí de pertenecer a un colectivo como la Iglesia, con frecuencia vilipendiada!

Tras el premio y a la hora de los parabienes les pregunté a los directivos el motivo por el que teniendo un 80% de voluntariado femenino no había mujeres en la primera línea del mando. Me respondieron que esos cargos, en cada diócesis los nombraban los obispos, mientras que en la nacional lo hacía la Conferencia Episcopal. No me pareció bien y… luego dicen (incluso el papa) que en la institución no hay desigualdad. Aquí tenemos un ejemplo práctico de esa mala política discriminatoria.
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