Adiós, planeta, adiós

De niños perdíamos la inocencia diciendo adiós a la cigüeña. De mayores la hemos perdido diciendo adiós al planeta. El planeta tierra padece un cáncer agudo con metástasis. El pronóstico puede superar el 50% de posibilidades de muerte cercana. El tratamiento es aún posible pero muy caro. Por eso, nuestras diversas reuniones sobre el tema (Estocolmo, Johannesburgo, Río de Janeiro, y hasta la reciente de Doha), se limitan a proclamar retóricas declaraciones de crecimiento sostenible y a aplicarle unas vitaminas, aspirinas y otros medicamentos baratos para tranquilizar nuestra conciencia embotada.

Entre tanto se producen hemorragias llamativas en Groenlandia, las “toses” habituales del planeta se convierten en pulmonías y sus habituales “cambios de postura” generan fracturas y lesiones mayores de lo normal. En los últimos años la presencia en la atmosfera de gases de efecto invernadero ha aumentado un 40% y, según los expertos, aunque no emitiéramos más, harían falta siglos quizá para limpiar la atmósfera. El resultado son sequías extenuantes en el Sur e inundaciones devastadoras en el Norte. Pero a estos avisos preferimos responder como Don Juan Tenorio: “cuán largo me lo fiáis”. Si las últimas calamidades se van pareciendo a aquellas famosas “plagas de Egipto”, nuestra respuesta se parece a la del corazón endurecido de los faraones. Entre tanto nos hacemos la ilusión de que la diosa ciencia encontrará algún remedio de última hora que nos permita salvar al planeta sin haber tenido que renunciar a ninguna de nuestras irresponsabilidades que lo hicieron empeorar.

Que una catástrofe mortal pueda afectar a nuestros hijos o nietos tampoco nos motiva demasiado: como si hubiéramos convertido a los hijos en un mero juguete con el que entretener algunas de nuestras necesidades afectivas (¡que también las tenemos! porque no somos tan malos como se dice), pero que deja de preocuparnos cuando ya no podamos disfrutarlo. En todo caso, da la impresión de lo que más nos apetece no es estudiar cómo salvar al planeta sino cómo convertir el posible apocalipsis en una ocasión de buen negocio, prometiendo seguridad a quienes comienzan a tomar en serio el diagnóstico y a sentir miedo.

Las excusas que tenemos para esta pereza criminal suelen ser de dos clases. Todos tenemos algún “primo catedrático” (como Don Mariano) que nos dice que no hay para tanto y que “todo se irá arreglando”. Y si alguien no lo tiene, las multinacionales están dispuestas a proporcionárselo, bien retribuido además: por algo dicen “los pesados ésos de siempre” que la libertad y la honestidad del intelectual se han convertido en una de las grandes carencias de nuestro momento histórico.

La segunda excusa es que no sabemos qué forma concreta tendrá esa catástrofe que algunos se empeñan en predecir. Si será un incendio del planeta o alguna explosión atómica ahora que las armas siguen gozando de buena salud, o si será una inundación que ojalá barriese todas las pilas de ladrillos que hemos amontonado en las mismas orillas de nuestro Mediterráneo, y que nos impiden cantarle la canción de Serrat: porque ni nuestro primer amor duerme ya escondido tras sus cañas ni él puede pintar de azul sus blancas noches de invierno, ni su alma es ya profunda y oscura sino mate y ruidosa.

Tampoco está claro si el planeta desaparecerá del todo, o si quedarán en él dos o tres millones de humanos que se encontrarán con la misma tarea de sus antepasados neandertales, de ir repoblándolo y reconstruyéndolo todo, Y ojalá lo hagan mejor que nosotros. Entre esos supervivientes quizás esté la pequeña Natalia que a sus seis años perdió también la inocencia: porque le pidió a su madre una “Tableta” y la madre hubo de decirle que no había dinero para eso. “Pues no te preocupes mamá, se la pediré a los reyes magos”. Y la madre hubo de decirle otra vez que no hay reyes magos sino sólo unos mercados brujos que así nos han puesto….

Desde mi óptica cristiana he pensado a veces sobre esta amenaza. Dios no perdería mucho: pues el planeta, a la larga, es perecedero, y Él ya debe estar acostumbrado a que le fallemos. Y porque Su proyecto final (el “Dios todo en todas las cosas” del Nuevo Testamento) se cumplirá igualmente. Perderíamos nosotros los humanos y, por eso, me extraña que esta pérdida no obsesione más a los no creyentes: a aquellos que piensan que, fuera del ser humano, “no tenemos otra cosa” y, por eso, hemos de apostar por él (como le leí una vez a Simone de Beauvoir y me impactó profundamente).

En cualquier caso, creo que están volviendo a repetirse ante nosotros la escena y las palabras que el libro bíblico del Deuteronomio pone en labios de Dios dirigiéndose a su pueblo: “pongo ante ti la vida y la muerte; tarea tuya será elegir”.

La vez pasada, el pueblo de Dios acabó eligiendo la muerte, sin que sus profetas pudieran impedírselo. ¿Haremos hoy nosotros lo mismo? ¿Preferiremos seguir bailando sobre la cubierta del Titanic? ¿O escogeremos por fin la vida, aunque tenga un precio?
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