Un millón de fieles participa en la beatificación de 124 mártires de la represión religiosa en Corea Francisco clama contra una sociedad en la que "prospera silenciosamente la más denigrante pobreza, donde rara vez se escucha el grito de los pobres"

(Jesús Bastante).- Un mar de gente. Posiblemente, Corea del Sur vivió esta mañana (madrugada en España) la mayor concentración de creyentes en Cristo de su historia, con la ceremonia de beatificación de Paul Yun Ji-Chung y otros 123 mártires de la represión religiosa de 1791, durante la implantación del Cristianismo en el país en la que han participado casi un millón de fieles, según cifras orientativas de la Policía.

"La herencia de los mártires puede inspirar a todos los hombres y mujeres de buena voluntad a trabajar en armonía por una sociedad más justa, libre y reconciliada, contribuyendo así a la paz y a la defensa de los valores auténticamente humanos en este país y en el mundo entero", dijo en la homilía posterior el Papa Francisco ante la muchedumbre, cuya vista se perdía hacia el infinito.

"Su ejemplo tiene mucho que decirnos a nosotros, que vivimos en sociedades en las que, junto a inmensas riquezas, prospera silenciosamente la más denigrante pobreza; donde rara vez se escucha el grito de los pobres; y donde Cristo nos sigue llamando, pidiéndonos que le amemos y sirvamos tendiendo la mano a nuestros hermanos necesitados", clamó el Pontífice en una ceremonia en la que se volvió a pedir por la reunificación pacífica entre las dos Coreas.

La implantación del Cristianismo en el país se debió más a la labor de los propios ciudadanos que, por curiosidad, quisieron conocer el Evangelio, que por la labor de evangelizadores extranjeros. Una Iglesia, la coreana, en cierto modo hecha a sí misma. Y que esta mañana dio un golpe en la "mesa" del Catolicismo mundial. Centenares de miles de personas recorrían, como una riada de fe, las calles cercanas a la Puerta de Gwanghwamun, donde se erige el monumento a estos mártires de Seosomun (Puerta del oeste), cuyos sus nombres están grabados en bronce.

Las esculturas del sitio simbolizan las torturas y la crucifixión de que fueron víctimas estos primeros católicos coreanos, por la violenta persecución de un reino coreano que buscaba frenar la entrada de una religión extranjera, vista como amenaza a un poder que abrevaba su legitimidad en el confucianismo.

Tras la proclamación de su santidad, Francisco se preguntó "¿Quién nos separará del amor de Cristo?". "Cristo ha vencido, y su victoria es la nuestra. Hoy celebramos esta victoria con Paul Yun Ji-Chung y sus 123 compañeros", recordó el Papa.

"La victoria de los mártires sigue dando frutos hoy en Corea, en una iglesia que sigue creciendo gracias a su sacrificio", añadió Bergoglio, quien invitó a los católicos del país a "custodiar como un tesoro el legado de fe y caridad" de sus antepasados.

Los primeros cristianos coreanos "abrieron su mente a Jesús, querían saber más acerca de este Cristo que vivió, murió y resucitó de entre los muertos". Esta historia "nos habla de la importancia, la dignidad y la belleza de la evangelización de los laicos. Los laicos han sido los primeros apóstoles en Corea", subrayó Francisco.

"Los mártires y la comunidad cristiana tuvieron que elegir entre seguir a Jesús o al mundo. Sabían el precio de ser discípulos. Para muchos esto significó persecución, y más tarde la fuga a las montañas", recordó. "Estaban dispuestos a grandes sacrificios para no apartarse de Cristo: prestigio, honor, tierras, porque sabían que sólo Cristo era su verdadero tesoro".

"Hoy, muchas veces vemos cómo el mundo cuestiona nuestra fe, y se nos pide entrar en componendas con la fe, diluir las exigencias radicales del Evangelio, y acomodarnos a nuestro tiempo". Sin embargo, "los mártires nos enseñan a colocarnos por encima de todo, nos hacen preguntarnos si hay algo por lo que estaríamos dispuestos a morir".

"El ejemplo de los mártires nos enseña también la importancia de la caridad en la vida de la fe", añadió el Papa, expresada en "la aceptación de la igualdad en la dignidad de los bautizados", lo que les llevó a "cuestionar las rígidas normas de la época". Hoy "vivimos en una sociedad en la que junto a las hermosas riquezas nos unimos la más deningrante pobreza, donde rara vez se escucha el grito de los pobres y donde jesús nos sigue llamando a que le amemos y le sigamos tendiendo la mano a nuestros hermanos necesitados".

"Si creemos en la Palabra del Señor, entenderemos la libertad sublime con la que aceptaron la muerte, ellos y los innumerables mártires anónimos en Corea y todo el mundo, que han dado su vida por Cristo o han sufrido lacerantes persecuciones en su nombre", añadió Francisco, quien asumió que "los mártires forman parte de la rica historia de este pueblo coreano".


El tercer día del viaje apostólico a Corea de Francisco arrancó, visitando en Seúl el Santuario de los Mártires de Seo So Mun, donde se encuentran la tumbas de los cinco mártires de la primera generación de cristianos en Corea.

A continuación el Santo Padre llegó a la Puerta de Gwanghwamun en Seoul, lugar de la santa misa de beatificación de Paul Yun Ji-Chung y de 123 compañeros mártires en el papamóvil abierto con un discreto dosel y vestido de blanco. Allí pasó, en medio a una enorme multitud de personas que le saludaban con gran entusiasmo. No faltaron algunas oportunidades en las que la camioneta se detuvo y el Papa besó y bendijo a algún niño.

Antes del inicio de la misa le fue pedido al Santo Padre en latín y en coreano que inscribiera como beatos aPaul Yun Ji-Chung y de 123 compañeros mártires, a lo que el Pontífice dio su aceptación leyendo en latín, y despertando una ovación por parte de los presentes mientras tocaban el himno y se leía profunda satisfacción en el rostro del Pontífice. Un Papa al que, no obstante, se notaba el cansancio en el rostro.

Ésta fue la homilía del Papa Francisco:

«¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (Rm 8,35). Con estas palabras, san Pablo nos habla de la gloria de nuestra fe en Jesús: no sólo resucitó de entre los muertos y ascendió al cielo, sino que nos ha unido a él y nos ha hecho partícipes de su vida eterna. Cristo ha vencido y su victoria es la nuestra.
Hoy celebramos esta victoria en Pablo Yun Ji-chung y sus 123 compañeros. Sus nombres quedan unidos ahora a los de los santos mártires Andrés Kim Teagon, Pablo Chong Hasang y compañeros, a los que he venerado hace unos momentos. Vivieron y murieron por Cristo, y ahora reinan con él en la alegría y en la gloria. Con san Pablo, nos dicen que, en la muerte y resurrección de su Hijo, Dios nos ha concedido la victoria más grande de todas. En efecto, «ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8,38-39).
La victoria de los mártires, su testimonio del poder del amor de Dios, sigue dando frutos hoy en Corea, en la Iglesia que sigue creciendo gracias a su sacrificio. La celebración del beato Pablo y compañeros nos ofrece la oportunidad de volver a los primeros momentos, a la infancia -por decirlo así- de la Iglesia en Corea. Los invita a ustedes, católicos de Corea, a recordar las grandezas que Dios ha hecho en esta tierra, y a custodiar como un tesoro el legado de fe y caridad confiado a ustedes por sus antepasados.
En la misteriosa providencia de Dios, la fe cristiana no llegó a las costas de Corea a través de los misioneros; sino que entró por el corazón y la mente de los propios coreanos. En efecto, fue suscitada por la curiosidad intelectual, por la búsqueda de la verdad religiosa. Tras un encuentro inicial con el Evangelio, los primeros cristianos coreanos abrieron su mente a Jesús. Querían saber más acerca de este Cristo que sufrió, murió y resucitó de entre los muertos. El conocimiento de Jesús pronto dio lugar a un encuentro con el Señor mismo, a los primeros bautismos, al deseo de una vida sacramental y eclesial plena y al comienzo de un compromiso misionero. También dio como fruto comunidades que se inspiraban en la Iglesia primitiva, en la que los creyentes eran verdaderamente un solo corazón y una sola mente, sin dejarse llevar por las diferencias sociales tradicionales, y teniendo todo en común (cf. Hch 4,32).
Esta historia nos habla de la importancia, la dignidad y la belleza de la vocación de los laicos. Saludo a los numerosos fieles laicos aquí presentes, y en particular a las familias cristianas, que día a día, con su ejemplo, educan a los jóvenes en la fe y en el amor reconciliador de Cristo. También saludo de manera especial a los numerosos sacerdotes que hoy están con nosotros; con su generoso ministerio transmiten el rico patrimonio de fe cultivado por las pasadas generaciones de católicos coreanos.
El Evangelio de hoy contiene un mensaje importante para todos nosotros. Jesús pide al Padre que nos consagre en la verdad y nos proteja del mundo.
Es significativo, ante todo, que Jesús pida al Padre que nos consagre y proteja, pero no que nos aparte del mundo. Sabemos que él envía a sus discípulos para que sean fermento de santidad y verdad en el mundo: la sal de la tierra, la luz del mundo. En esto, los mártires nos muestran el camino.
Poco después de que las primeras semillas de la fe fueran plantadas en esta tierra, los mártires y la comunidad cristiana tuvieron que elegir entre seguir a Jesús o al mundo. Habían escuchado la advertencia del Señor de que el mundo los odiaría por su causa (cf. Jn 17,14); sabían el precio de ser discípulos. Para muchos, esto significó persecución y, más tarde, la fuga a las montañas, donde formaron aldeas católicas. Estaban dispuestos a grandes sacrificios y a despojarse de todo lo que pudiera apartarles de Cristo -pertenencias y tierras, prestigio y honor-, porque sabían que sólo Cristo era su verdadero tesoro.
En nuestros días, muchas veces vemos cómo el mundo cuestiona nuestra fe, y de múltiples maneras se nos pide entrar en componendas con la fe, diluir las exigencias radicales del Evangelio y acomodarnos al espíritu de nuestro tiempo. Sin embargo, los mártires nos invitan a poner a Cristo por encima de todo y a ver todo lo demás en relación con él y con su Reino eterno. Nos hacen preguntarnos si hay algo por lo que estaríamos dispuestos a morir.
Además, el ejemplo de los mártires nos enseña también la importancia de la caridad en la vida de fe. La autenticidad de su testimonio de Cristo, expresada en la aceptación de la igual dignidad de todos los bautizados, fue lo que les llevó a una forma de vida fraterna que cuestionaba las rígidas estructuras sociales de su época. Fue su negativa a separar el doble mandamiento del amor a Dios y amor al prójimo lo que les llevó a una solicitud tan fuerte por las necesidades de los hermanos. Su ejemplo tiene mucho que decirnos a nosotros, que vivimos en sociedades en las que, junto a inmensas riquezas, prospera silenciosamente la más denigrante pobreza; donde rara vez se escucha el grito de los pobres; y donde Cristo nos sigue llamando, pidiéndonos que le amemos y sirvamos tendiendo la mano a nuestros hermanos necesitados.
Si seguimos el ejemplo de los mártires y creemos en la palabra del Señor, entonces comprenderemos la libertad sublime y la alegría con la que afrontaron su muerte. Veremos, además, cómo la celebración de hoy incluye también a los innumerables mártires anónimos, en este país y en todo el mundo, que, especialmente en el siglo pasado, han dado su vida por Cristo o han sufrido lacerantes persecuciones por su nombre.
Hoy es un día de gran regocijo para todos los coreanos. El legado del beato Pablo Yun Ji-chung y compañeros -su rectitud en la búsqueda de la verdad, su fidelidad a los más altos principios de la religión que abrazaron, así como su testimonio de caridad y solidaridad para con todos- es parte de la rica historia del pueblo coreano. La herencia de los mártires puede inspirar a todos los hombres y mujeres de buena voluntad a trabajar en armonía por una sociedad más justa, libre y reconciliada, contribuyendo así a la paz y a la defensa de los valores auténticamente humanos en este país y en el mundo entero.
Que la intercesión de los mártires coreanos, en unión con la de Nuestra Señora, Madre de la Iglesia, nos alcance la gracia de la perseverancia en la fe y en toda obra buena, en la santidad y la pureza de corazón, y en el celo apostólico de dar testimonio de Jesús en este querido país, en toda Asia, y hasta los confines de la tierra. Amén.

Volver arriba