Se corta el pene para no pecar. Reflexiones

Varios periódicos han destacado, con grandes titulares, la noticia de la automutilación genital de un muchacho de 30 años. Se sugiere que podría padecer algún transtorno psiquiátrico. No me gustaría referirme, en esta breve nota, al suceso puntual del joven salmantino, que desconozco. Quisiera reflexionar, en voz alta, sobre cierta educación que, en el tema de la sexualidad, todavía imparten hoy algunos grupos que se autodenominan cristianos. Y para ilustrarlo un poco, se me ha ocurrido leer en voz alta algunos versos de Miguel Hernández, que también en su primera juventud había recibido una educación castradora de la sexualidad.

MIGUEL HERNÁNDEZ: DE LA CASTRACIÓN A LA LIBERACIÓN

Desde 1931, cuando cumple 21 años y se proclama la Segunda República, hasta 1935, en que conoce a Neruda y sufre una radical crisis de valores, transcurren cuatro intensos años de militancia católica, en los que, por ejemplo, publica un hermoso y comprometido Auto Sacramental, pero años también de feroz ascetismo, siguiendo los dictados de una mala catequesis que menospreciaba el cuerpo y la sexualidad.

Por este tiempo escribe dramáticos poemas de renuncia al placer de los sentidos (no ver, no oír, no oler, no gustar, no tocar...), que Sánchez Vidal califica brillantemente de extremaunción literaria y que se me ha ocurrido bautizar como meditación de la mala muerte lenta. Así escribe, maldiciendo la vista y sus peligros:

“¡Ay, cuándo me saldrá por las pestañas
una diurna y límpida ceguera!”


Otros títulos de poemas son: Nariz flaca, Manos culpables, Orejas inútiles... En De mal en peor, aludiendo sin duda al pecado de autocaricia masturbatoria, disfraza simbólicamente el miembro viril con la metáfora de la serpiente:

“Dame, aunque se horroricen los gitanos,
(dije una vez hablando a la serpiente,
con un deseo de pecar ferviente)
veneno activo el más, de los manzanos.”

Inauditos esfuerzos, soberanos,
ahora mi voluntad frecuentemente
hace por no caer en la pendiente
de mi gusto, mis ojos y mis manos.

Antes no me esforzaba y me caía;
y ahora que, con un tacto, un susto, un cuido,
voy sobre los cristales de este mundo,

no me levanto ni me acuesto día
que malvado cien veces no haya sido,
ni que caiga más vil y más profundo.


¡Qué tormento, qué lucha para conservarse puro! ¡Qué desilusión, qué abatimiento ante un nuevo pecado! Algunos grupos cristianos, algunos confesores insisten todavía hoy obsesivamente en la gravedad de esta conducta. Los psicólogos recibimos a hermanos y hermanas gravemente heridos en su autoestima por la desigual batalla de la carne y Dios. No ha de extrañarnos que, al descubrir con Neruda la excelencia del erotismo, abandonara Miguel una teología, una iglesia que venía condenando a cadena perpetua su exuberante sexualidad. Así había escrito, como una premonición, en sus años de desgarrado misticismo (Invierno puro):

“Evitaré, Señor, tu azul persona
que dolencia quitó quien puso ausencia.”
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