Hizo inclinar las cabezas de los obispos "Peleen como hombres y recen como hombres de Dios"

(Guillermo Gazanini, corresponsal en México).- Antes de que saliera el sol, miles de mexicanos se concentraron en la principal Plaza del país para ver a su Pastor. Ahí mismo, en autobuses del gobierno de la Ciudad de México, llegaban los invitados principales, los obispos de México, a quienes se le dirigió el primer mensaje del obispo de Roma.

Resguardados por policías y elementos del Estado Mayor, entraban en fila por el costado de Catedral. Onésimo Cepeda, emérito de Ecatepec, cercano y afable a la prensa; don Raúl Vera intercambiaba saludos con los reporteros a quienes, de broma, huía para no ser molestado con preguntas, el arzobispo de Yucatán, Gustavo Rodríguez Vega, se dirigía presuroso al interior de la principal Iglesia; el obispo de Apatzingán, Cristóbal Ascensio García, correspondió a los salutaciones. Ahí iban los prelados, soportando el frío de 4 grados, como el pueblo congregado en la Plaza de la Constitución.

Pronto los ánimos se calentaron. Francisco salía de la Nunciatura para la recepción oficial. Llegó a Palacio Nacional, recibido por el presidente Enrique Peña Nieto cuyo discurso fue moderado, tibio, cauteloso. Como político hábil, arrastró los temas del Papa haciéndolos suyos, "las causas del Papa son, también, las causas de México", evitando cualquier verbo, frase que pudiera hacer referencia a los problemas nacionales, pero preocupado por los dilemas internacionales, "el individualismo, el consumismo y la permanente ambición de tener siempre más, no sólo provocan ansiedad y frustración, también atentan contra la solidaridad humana y el cuidado del planeta, que es nuestra casa común".

El discurso presidencial tuvo la correspondencia cortés y diplomática del Papa, pero las frases cifradas dejaron entrever cuál sería el mejor destino que deseamos para el país. Francisco así dejó claro que nuestros problemas no sólo ocupan al gobierno, también requieren de la iniciativa de cada ciudadano para mejorar las cosas. "A los dirigentes de la vida social, cultural y política, les corresponde de modo especial trabajar para ofrecer a todos los ciudadanos la oportunidad de ser dignos actores de su propio destino, en su familia y en todos los círculos en los que se desarrolla la sociabilidad humana, ayudándoles a un acceso efectivo a los bienes materiales y espirituales indispensables: vivienda adecuada, trabajo digno, alimento, justicia real, seguridad efectiva, un ambiente sano y de paz".

Las palabras evadidas por el presidente fueron apuntadas por Francisco ante toda la clase política invitada a la recepción oficial bajo el símbolo del antiguo virreinato que parece despegar hacia las estrellas mostrando al alma que debe ir a lo sublime por amor a la patria.

Y por ese amor, Francisco puso el dedo en las llagas que nos duelen cuando la política se convierte en el camino fácil para el privilegio y la constitución de clanes: "La experiencia nos demuestra que cada vez que buscamos el camino del privilegio o beneficio de unos pocos en detrimento del bien de todos, tarde o temprano, la vida en sociedad se vuelve un terreno fértil para la corrupción, el narcotráfico, la exclusión de las culturas diferentes, la violencia e incluso el tráfico de personas, el secuestro y la muerte, causando sufrimiento y frenando el desarrollo".

En Catedral, atento a las pantallas, seguía los discursos el obispo de San Cristóbal, Felipe Arizmendi Esquivel y otros obispos, sentados, guardaban el respetuoso silencio. Al finalizar el encuentro entre el presidente de México y el Papa Francisco, un intercambio de firmas selló la disposición a la buena voluntad y cooperación entre los dos Estados.

Así el Papa dejó el antiguo Palacio de los Virreyes, la sede del Poder Ejecutivo, para dirigirse al principal encuentro de la mañana, con sus hermanos obispos. Al interior de Catedral, el silencio reinaba, expectante, mientras el Santo Padre recibía las cortesías del Jefe de Gobierno en acto rápido, fugaz que le reconoció como visitante distinguido.

Por fin, Francisco ingresó a Catedral recibido por el Arzobispo de México y el Cabildo. Ante el Altar del Perdón de 1650, el Papa permaneció recogido en oración como si comprendiera las necesidades de este país, lo más urgente para todos: misericordia, amor. Recorriendo el bicentenario edificio, Francisco llegó al altar mayor saludando a la mayoría de los prelados para dirigir un mensaje fuerte, de los más duros que hizo inclinar las cabezas de los obispos, o mirar hacia el cielo para pedir el perdón.

El largo mensaje del Papa cimbró la conciencia para interpelarlos sobre su misión en este momento de nuestra historia. Destaca el exhorto para tener miradas límpidas y, conocedor de los hechos sangrientos y desgarradores, animó a todos los pastores a reclinarse, a tomar la mano del pueblo con la mirada que refleje la ternura de Dios. Sabedor de la exigencia de la Verdad, los obispos deben tener miradas limpias, almas trasparentes ajenos a la mundanidad.

Francisco se detuvo en uno de los puntos más incómodos de nuestro episcopado, cuando la carrera y las posiciones clericales parecen importar más que los beneficios de la gracia y santidad. Hablar de transparencia no lleva sólo un criterio como el del mundo, es transmitir la limpidez de Cristo que sabe amar, perdonar y escrutar misericordioso. El pastor es el reflejo de Cristo que habla con la Verdad y sin doblez. Para un obispo, los acuerdos en lo oscurito, con los actores del mundo son, sencillamente, traición a la Palabra por la cual se ha consagrado la vida.

Y Francisco llamó a levantarse de los mullidos tronos para dejar el apoltronamiento. Dar respuestas nuevas a problemas nuevos, evolucionar a las formas más dinámicas que permitan una Iglesia comprometida y no responder con formas viejas a los retos del mundo. Era como si el Papa dijera que excomuniones, anatemas y condenas no son propias del Pastor misericordioso.

El párrafo más duro de este encuentro estuvo fuera de discurso. "Si tienen que pelearse, peléense; si tienen que decirse cosas, se las digan; pero como hombres, en la cara, y como hombres de Dios que después van a rezar juntos, a discernir juntos. Y si se pasaron de la raya, a pedirse perdón, pero mantengan la unidad del cuerpo episcopal".

¿Qué cosas sabrá el Papa de nuestro episcopado? Llegó la hora de construir una comunidad basada en la Verdad y sentido apostólicos. No se trata de corrillos ni de partidos que embargan a los hermanos obispos en el chisme y las habladurías. Parece que en los obispos mexicanos se señala al otro y se esconde la mano que aventó la piedra. Palabras durísimas que dicen a los Pastores: antes que las ambiciones, recuerden que son hombres de Dios, viriles personas del Evangelio, como Cristo, que no mostró doblez ni ambigüedades.

La advertencia del Papa fue clara a todos los purpurados. Se acabó la era de los Príncipes para entrar a la nueva misión de construir una comunidad de testigos, no de ambiciosos y oportunistas. De hombres de Iglesia que indiquen el norte a los que viven desesperados y tristes porque la Iglesia de México está en un punto crucial de la historia. "¡Ay de nosotros pastores, compañeros del Supremo Pastor, si dejamos vagar a su Esposa porque en la tienda que nos hicimos el Esposo no se encuentra!"

Los obispos salieron de Catedral con el regalo del Papa. Felices, meditativos y otro pretendiendo no haber escuchado el fuerte llamado de atención. Al subir de nuevo a los autobuses, el Pueblo de Dios saludaba a los padres y pastores que les gritaban y solicitaban una bendición. Mientras eso pasaba, uno no puede más que reflexionar: Ahora es el momento de los Pastores con olor a oveja, y, como dijo el Papa, de obispos convertidos que "busquen, generen y nutran a los actuales discípulos de Jesús".

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