"Que el Señor se digne coronar en los altares su testimonio de fidelidad admirable" El Venerable Mariano Avellana a los 121 años de su pascua

115 años de la muerte del claretiano Mariano Avellana
115 años de la muerte del claretiano Mariano Avellana

"Reconocido con justicia como el más destacado en la historia de los misioneros claretianos en Chile, fue considerado en su tiempo un apóstol excepcional, entregado sin medida ni descanso sobre todo a los enfermos, presos y más necesitados"

"Llegó al país en 1873 a sus 29 años, y evangelizó arduamente durante casi 31 a lo largo de él. Murió el 14 de mayo de 1904 mientras predicaba la última de sus misiones, tras haber amado a Chile como si fuera su patria"

"Su trabajo indeclinable, en medio de aquellos sufrimientos y hasta el último aliento, bien podría calificarse como un martirio del día tras día durante más de 30 años"

El 14 de mayo se han cumplido 121 años del fallecimiento del misionero claretiano aragonés Mariano Avellana Lasierra, uno de los mayores evangelizadores que conociera el pueblo de Chile en el siglo XIX .

Reconocido con justicia como el más destacado en la historia de los misioneros claretianos en Chile, fue considerado en su tiempo un apóstol excepcional, entregado sin medida ni descanso sobre todo a los enfermos, presos y más necesitados, como ideal evangelizador que el fundador de su congregación, san Antonio María Claret, quiso heredar a sus hijos.

De “santo” y “apóstol” lo calificaron precisamente autoridades eclesiásticas y el pueblo sencillo a lo largo de gran parte del territorio de Chile, donde desarrolló casi toda su vida misionera. Con los elementos y objetivos que exigían la religiosidad y las normas eclesiales de entonces, fue un modelo de evangelizador para su época. Pero puede serlo también hoy, casi un siglo y cuarto después que “muriera en su ley”, en medio de la última de sus misiones, entre los cerros de un apartado lugarejo minero del norte de Chile.

Especial Papa León XIV

Padre Avellana
Padre Avellana

Hoy, cuando la voz de un nuevo papa, León XIV, resuena instando a los cristianos, y de modo especial a su clero y jerarquía, a salir en protección y defensa de los migrantes, las víctimas de las innumerables guerras que asolan al mundo y otros incontables sufrientes y desamparados, encaja como si fuera actual la figura de este misionero claretiano que a fines del siglo XIX hizo suyas estas directrices adelantándose a su tiempo, y las practicó hasta entregar en ello la vida.

Las huellas de Mariano

Tal es, en efecto, el testimonio de Mariano Avellana, uno de los primeros claretianos españoles que a partir de 1870 pusieron pie en América desembarcando en Chile, desde donde iniciaron su extensión por el continente.

Llegó al país en 1873 a sus 29 años, y evangelizó arduamente durante casi 31 a lo largo de él. Murió el 14 de mayo de 1904 mientras predicaba la última de sus misiones, tras haber amado a Chile como si fuera su patria, y trabajado por sus hijos en forma incansable hasta el último aliento.

Declarado Venerable por el papa Juan Pablo II en 1987, la familia claretiana ha esperado desde entonces un milagro cabal oficialmente probado, único requisito faltante para su beatificación. Se supone que él pueda surgir cuando el Señor lo determine, de algún caso de enfermedad o accidente muy grave. Los ruegos para que Él se digne realizar pronto ese milagro, ojalá se intensifiquen con ocasión de celebraciones como las que en estos días han venido realizando los hijos de Claret y su vasta familia de religiosos y laicos, hermanados por su carisma congregacional.

  El de una congregación que ha sido bendecida con un número singular de beatos declarados en las últimas décadas. La característica de todos ellos es que ofrendaron martirialmente su sangre por causa del “odio a la fe”, lo que no ocurrió con Mariano Avellana. Sin embargo, el testimonio de éste como evangelizador indeclinable durante largos años en medio de grandes sacrificios y padecimientos, ameritaría para los claretianos su ascenso a los altares como ejemplo relevante para religiosos y laicos. Y como el primer futuro beato claretiano que no derramó su sangre en martirio tradicional.

Claret

El delirio paterno del martirio

Antonio María Claret, fundador de la congregación, copó décadas de historia en la evangelización española del siglo XIX. ”Místico en la acción”, como lo definió Pío XII al canonizarlo en 1950, asumió con arrebatos proféticos abarcar al mundo entero con sus ansias misioneras, sintiéndose como Isaías (61,1) y Cristo (Lc 4,18) “ungido por el Señor para llevar las buenas noticias a los pobres,  curar los corazones afligidos, dar vista a los ciegos, proclamar la amnistía a los cautivos y la libertad a los prisioneros”. 

Esta misión vital, asumida en forma arrolladora por Claret durante décadas en la Península y siete años decisivos como arzobispo en la Cuba colonial, le atrajo poderosos enemigos y catorce atentados que, lejos de amedrentarlo, le acrecentaron hasta el delirio el anhelo de entregar su sangre en el martirio. No lo logró, incluso cuando en Cuba un sicario casi lo degolló de un navajazo.

Pero lo que el padre no alcanzó, pareciera haberlo traspasado como herencia a sus hijos de la congregación que en 1849 fundara como Hijos del Inmaculado Corazón de María, hoy también Claretianos, por su padre. Ciento ochenta y cuatro han sido beatificados a partir de 1992, por haber enfrentado las balas en vez de traicionar sus votos de servir a Dios evangelizando a su pueblo. Con excepción del P. Andrés Solá, martirizado en las postrimerías de la Revolución Mexicana, todos fueron victimados por el conflicto fratricida que entre 1936-’39 cubrió a España de sangre y ruinas. No fueron los únicos. Con 271 de sus miembros así asesinados, la congregación claretiana fue entre todas la más devastada.

Aun cuando “sangre de mártires es semilla de nueva vida”, y veneran a los suyos como “misioneros hasta el fin”, para los claretianos es hoy un gran anhelo ver exaltado en los altares a Mariano Avellana como ejemplo de otra forma heroica de haber sido igualmente misionero hasta el fin.

Avellana

 El testimonio de Mariano

Hijo de una piadosa familia de Almudévar, provincia española de Huesca, Mariano se consagró sacerdote diocesano a los 24 años, el mismo día en que la revolución liberal de 1868 expulsaba de su trono hacia el exilio a la reina Isabel II. Y al destierro hubo de partir igualmente Claret, su consejero espiritual, y con él los primeros miembros de su congregación.

Uno de ellos, Pablo Vallier, había sido profesor de Mariano en el seminario de Huesca. Así, por los lazos de la amistad, el exalumno fue a dar también a Francia y se integró a la joven familia misionera. Conoció de cerca la vida del fundador y, de acuerdo a los hechos posteriores, se contagió hasta lo profundo del alma con su pasión misionera arrebatadora.

Ese mismo año, 1870, Vallier encabezaba el primer grupo congregacional que, saltando el océano en largo viaje sin retorno, lograría asentarse fuera del nido original poniendo pie en Chile, para comenzar a extenderse por América.

Su exdiscípulo Mariano era enviado tres años después con igual destino. Y dueño de un carácter férreo, lo haría con el propósito de “o santo, o muerto”.

Apenas llegado a Santiago, la capital, se lanzó a misionar por los alrededores, y pronto fue abarcando más y más lejos. En casi 31 años sumaría más de 700 misiones en ciudades, pueblos y villorrios, prefiriendo los más lejanos y abandonados, y dando atención preferente y misericordiosa a los enfermos, los presos y los más desamparados. Misiones en parroquias, hospitales, cárceles, capillas o despoblados que, según los esquemas de la época, duraban en gran parte ocho a diez días de un trabajo agotador desde el alba hasta caída la noche. 

Asentado más tarde en La Serena, casi 500 kilómetros al norte de Santiago, abarcó desde allí una amplia zona ampliamente minera y de pequeños valles perdidos entre un desierto hosco y áridas montañas. En carretelas, a pie, a caballo, en modestos vagones ferroviarios o viejos barcos, recorrió así más de 1.500 km. del largo territorio chileno, que “peinó” transversalmente yendo casi de pueblo en pueblo. En la amplia zona norte y centrosur de un Chile de contrastes sociales agudos y profundos, donde la pobreza, la marginación, las injusticias y el abandono constituían realidades dramáticas.

Avellana

Santidad en otro martirio

Mariano comenzó sacando a flote con frecuencia el carácter iracundo al que propendía por naturaleza. Pero con la misma fuerza de sus arrebatos se dio a dominarlos, hasta ser considerado el ejemplo de dulzura y acogida con que el pueblo sencillo lo bautizaría como “el santo padre Mariano” y “el apóstol del norte”.

Infatigable, tuvo que ser frenado por sus superiores para descansar y alimentarse en forma prudente. Y a poco andar hubo de enfrentarse a sufrimientos físicos tan agudos y prolongados que no necesitó buscar como penitencia. Por más de 20 años y hasta su muerte, tuvo que soportar en silencio un herpes en el bajo vientre cuyas lesiones ulcerosas comprometieron dolorosamente los nervios de todo su cuerpo.  A ello se le sumó en sus últimos 10 años una herida creciente al interior de una pierna, la que, según uno de los testimonios aportados a su proceso de canonización, llegó a ser del tamaño de una mano abierta. 

Nada de ello aminoró la intensidad de su trabajo misionero. Silenciosamente y sin revelar jamás sus sufrimientos, siguió así cabalgando por entre valles y montañas hasta los pueblos más abandonados. Por último, una parálisis facial le impidió por un tiempo una actividad esencial, la predicación, hasta que a fuerza de porfiados tratamientos y oraciones logró superarla.

Misionaría sin más que breves pausas obligadas, hasta dejar en ello la vida ese 14 de mayo de 1904, hace 121 años. Y en su ley: durante su última misión, en la que cayó doblegado por una pulmonía irreversible, que lo llevó al hospital de un pequeño pueblo perdido entre las montañas del norte minero chileno, donde pocos días después rindió la existencia terrena.

Su trabajo indeclinable, en medio de aquellos sufrimientos y hasta el último aliento, bien podría calificarse como un martirio del día tras día durante más de 30 años, que no desdice de los 184 testimonios martiriales que son patrimonio espiritual preciado de la congregación claretiana.

Avellana

Por ello, a 121 años de su muerte parece procedente aspirar a que el Señor se digne coronar en los altares su testimonio de fidelidad admirable al carisma que su mentor y padre infundió a sus misioneros. El que no sólo brilla y reluce; por sobre todo cuestiona y exige; a su propia familia y a quienes de verdad quieran comprometerse en la construcción de “otra iglesia posible”. Aquella que clama actualmente en todos los tonos ser abordada al estilo de Mariano Avellana, urgiendo a dejar de lado los enclaustramientos, la comodidad, las ambiciones, los escándalos y abusos de poder, para salir a las periferias geográficas y humanas en busca de la redención integral de los más pobres, los sufrientes y los postergados.

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