"Las ONG seguiremos siendo la posada del tablero, pero no podremos ser la casa" El juego de la Oca: la UE y los refugiados

(Lucía López Alonso, Mensajeros de la Paz).- Tras el acuerdo de la vergüenza entre Turquía y la Unión Europea, llegué hace solo unos días a Grecia pensando en que el drama de los refugiados se parece más que nunca a un juego de la Oca: cuando pisas la siguiente casilla, las normas te mandan de regreso al país de la primera protección.

A esa casilla donde las mafias hicieron negocio con tu asiento en la travesía. Un negocio, eso sí, más pequeño que el que están haciendo los gobiernos que han perpetuado, con este tratado, el tablero de los solicitantes de asilo; que han comprado con dinero el privilegio de la indiferencia.

Visité los nuevos campamentos de refugiados en las periferias de la ciudad de Atenas, en los que Mensajeros de la Paz ha montado su carpa. Ritsona y Malakasa tienen ambos un poco más de una semana de vida y ya albergan en sus tiendas a más de setecientas personas, familias de refugiados sirios, iraquíes y afganos.

Como si fuésemos circenses, parece que las ONGs, desde el comienzo de esta crisis de refugiados en Europa, estamos acostumbradas a ir montando -y desmontando cuando desalojan a los refugiados, como recientemente en la isla de Lesbos- nuevas tiendas, nuevas carpas, allí donde las políticas migratorias y los acuerdos firmados entre los Estados deciden que pueden quedarse por un tiempo los refugiados, antes de darles el empujón de vuelta.

Entonces llegamos a Ritsona con nuestra carpa, nuestra cocina móvil, nuestra fila de sanitarios, y nos damos cuenta de que es imposible que nosotros solos sirvamos a todas las personas que pasan hambre. ¿Acaso son suficientes menos de diez sanitarios, para las miles de personas de Ritsona? ¿Acaso esas tiendas que han montado las Fuerzas Armadas reúnen las condiciones de seguridad y comodidad que qusiéramos para nuestros hijos o abuelos? Conocí a una mujer procedente de Aleppo embarazada de ocho meses.

La vida espera, pero no demasiado. Dentro de un mes, ¿qué va a pasar con ella? ¿Qué poder va a responsabilizarse de asegurarle un médico? ¿Quién va a informar a esa pareja de los derechos de su nuevo hijo? La ayuda de emergencia no gubernamental no va a ser más que un circo hasta que deje de actuar sola, sin el apoyo de los países miembros de la Unión Europea, sin la puesta en práctica del derecho internacional humanitario.

De oca a oca, nuestras furgonetas se mueven de Ritsona a Malakasa. Y qué paradoja para la fonética española que este segundo campamento ateniense nos recuerde ya con su nombre que no es ningún hogar dulce hogar. Como si fuera un aviso para esos gobernantes que estén pensando que los allí refugiados podrían quedarse en el sitio por muchos años, como ha sucedido en el campamento jordano de Al-Zaatari. No nos equivoquemos: un campamento de refugiados nunca va a ser un hogar digno.

Si en Ritsona estremecen el hacinamiento de las tiendas de campaña, la falta de electricidad, el cieno tras la lluvia, el olor de la basura y la imposibilidad de higiene, en Malakasa, pese a que sus tiendas sean más grandes, haya un comedor edificado y, por haber más espacio, nuestra organización haya podido montar una carpa-ludoteca para los niños, asustan las alambradas que los encierran y el tedio que los mantiene sin ocupación. No nos olvidemos: un campamento militar jamás será un hogar.

El hogar, que es la grapa entre la libertad y la intimidad humanas, ese lugar del que se sale para trabajar y se vuelve para descansar, es lo que están demandando los refugiados. Hogar, asilo, refugio, casa. Hasta los animales entienden, cuando no se repliegan abandonando la vigilancia hasta que la familia se acuesta y la casa se apaga, todo lo que implican esas palabras: seguridad, dignidad, libertad, afecto; respeto de la unidad familiar y paz.

Lo que vi en el Puerto del Pireo hizo que me convenciera aún más de este pensamiento: esa sucesión de tiendecitas de campaña siquiera tiene el mínimo estructural para llamarse campamento. En nuestra carpa, los niños jugaban mientras sus abuelas cansadas y sus padres apesadumbrados afirmaban, en la cola del caldo, lo poco que dice que ellos siguen siendo una familia: "Cinco vasos más. Somos seis". Uno de esos niños me regaló su dibujo: había hecho un autobús. Un autobús enorme que ocupaba la cartulina de margen a margen.

Conservo el dibujo y pienso en sus detalles: lo único que está coloreado son las luces traseras y delanteras, las ventanas dejan ver el volante y lo más curioso es que el autobús está vacío. Ni lo conduce nadie ni nadie lo ocupa. Es un dibujo sin respuestas, porque estos niños que no saben a qué país han llegado esta vez, no saben el idioma en el que los desconocidos les hablan y no saben cuánto les queda de tablero para llegar al final, a casa, no tienen respuestas. No se las estamos dando.

En cualquier caso, lo que ese autobús dibujado me está enseñando es que en Europa tenemos miles de medios y remedios, empezando por los medios de transporte. Autobuses, barcos, helicópteros, lanchas de rescate. Si quisiéramos, podríamos llenarlos. Ese niño y toda su familia -"Cinco vasos más. Somos seis"- cabrían de sobra junto con otras muchas más personas. La cuestión es para qué Europa va a decidir o ya ha decidido usarlos: si para deportar, para devolver a estas personas a los lugares donde son perseguidos o víctimas de la necesidad, o para salvarles con medidas de acogida humanas y soluciones comprometidas con sus necesidades y sordas a la xenofobia.

También en el Pireo hablé con un afgano. Sólo tenía diecisiete años y su inglés era perfecto. Le pregunté por unas duchas que, igual que en Ritsona, no encontré. No supo explicarme: "Unos chicos... tres euros por día... Ahí, en medio del parque...". De nuevo, el negocio. Da igual de quién, a qué precio, dónde, para qué y por qué: siempre alguien aprovecha para estafar al refugiado que solo quiere que su hermano, ingeniero residente en Alemania, le encuentre.

Después le pregunté si la comida que repartimos le parece suficiente. "Es suficiente, pero yo no he venido aquí para comer". Me dio un escalofrío: si los que se dedican a catalogar a los refugiados que desembarcan en el puerto escuchan eso y ven su aspecto, caerán en la lógica equivocada del refugiado económico. Hay que seguir escuchando: "Yo vivía bien, no me faltaba comer, pero salí de ahí porque iba a morir". Y me enseñó en su móvil las imágenes de su calle bombardeada, de su cara hinchada y ensangrentada en el hospital, de su labio reconstruido. "Quiero vivir. Sólo tengo a mi hermano. Everything is my brother". Pero Afganistán ya no se considera en situación de conflicto y este chico es un desplazado económico.

Las ONG seguiremos dándoles lo que piden con urgencia cuando llegan a las fronteras: escucha y medio vaso de té, una manta y un plato de comida. Seguiremos siendo la posada del tablero de la Oca, pero no podremos ser la casa. Podremos seguir siendo también, sin problema, la casilla del circo: nuestros voluntarios seguirán haciendo malabares con naranjas a la hora del reparto, para hacer a los niños sonreír. Pero hay que hacer proyectos estructurales. Lo que hay que cambiar son las reacciones de los representantes de Europa. De las políticas de visados -la burocracia mata- a los gestos de gendarmes o la indiferencia ante las mafias. Hay que multiplicar el número de oficinas de examen de solicitantes, asegurar la reagrupación familiar, la seguridad de la ruta y la acogida final digna, con garantías y derechos, a los que se están acogiendo a la tan justa libertad de emigración, que son todos ellos.

Movamos ficha a favor de una solución segura, que resuelva el problema sin perder de vista los derechos inalienables de todo ser humano. De lo contrario, un juego de la Oca siempre lleva de lo incierto a lo incierto.

(Publicado en Espacio Público)

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