Gregorio Delgado Un riesgo evidente e innecesario

(Gregorio Delgado del Río).- Como es sabido, todavía sigue en vigor el viejo criterio curial, que, según Manuel Vidal, expresara un significado obispo al periódico italiano Il Foglio: "La justicia de la Iglesia se mueve en otro nivel diferente al de la justicia ordinaria. Y no siempre se pueden compatibilizar los dos niveles. Más aún, en ciertos casos, conviene mantenerlos separados, incluso por el bien de las víctimas". De hecho, las actuaciones respectivas (Autoridad estatal y eclesiástica) se desenvuelven y actúan en paralelo. Así se viene haciendo y nadie ha sospechado riesgo alguno en ello. Sin embargo, lo tiene y muy grave.

Es una obviedad que la Iglesia ha de actuar con especial cuidado y prudencia. Nadie niega su derecho y su deber de juzgar ciertos comportamientos clericales. Es más, el denunciado puede, incluso, esgrimir un derecho a obtener una resolución equitativa y justa en ambas jurisdicciones, la penal estatal y la canónica. Ahora bien, no creo, en mi opinión, que la cuestión haya de situarse en ese terreno ni en ningún otro de carácter doctrinal.

A mi entender, la cuestión es de naturaleza prudencial y estratégica. Diría que es una cuestión de puro sentido común y de inteligencia mínima a fin de no añadir más daño al ya existente. Lo que debiera tratarse de evitar, a toda costa, es el encontrarse con la siguiente situación: que la Iglesia declare, después de la investigación previa realizada, que la denuncia no es verosímil (no existen datos objetivos que la avalen) y ordene su archivo y, posteriormente, la jurisdicción penal estatal, a partir de las Diligencias previas realizadas en su ámbito, abra el oportuno juicio oral, que finalice con la condena del denunciado. Es más, creo que tal situación embarazosa y de verdadero riesgo se produce también si, frente a la resolución eclesiástica de archivo por falta de pruebas con la lógica recomendación de restablecer el buen nombre y la fama del acusado, nos encontramos con que, en la jurisdicción penal estatal, se decide, dadas las evidencias del resultado de la prueba practicada, la apertura de juicio oral.

Tales situaciones conllevarán el riesgo cierto de propiciar un gran desprestigio añadido a la actuación eclesiástica. Cualquier interpretación, por negativa que sea, puede tener la apariencia de fundada y ser difícilmente rebatible. Atraería sobre si toda clase de críticas y reparos. Podría, sin duda, verse como una actuación eclesiástica (máxime si se ha residenciado en Roma, se ha llevado a cabo con las sombras acostumbradas en base a las supuestas exigencias del secreto pontificio y con la inexistente de un Protocolo claro de actuación) parcial e injusta, que no buscó la realización de la justicia sino el satisfacer otros intereses particulares o institucionales, que laboró por la ocultación y el encubrimiento, que buscó tapar lo, presuntamente, la realidad de lo sucedido. Es perfectamente imaginable, por tanto, el eco que tal estado de cosas tendría en los medios de comunicación social y en la misma opinión pública eclesial. ¿Por qué se ha de actuar sin prestar oídos a sugerencias sensatas en cuanto al modo de proceder? ¿Por qué se ha der tan prepotentes y autosuficientes? ¿Por qué se provocan situaciones, que luego difícilmente se podrán explicar con coherencia?

No se diga que estamos realizando una pura elucubración. Lo acabamos de ver, por poner un ejemplo muy reciente, en el presunto caso del Colegio Gaztelueta, regentado por el Opus Dei. ¡Vaya la que han liado en términos de opinión pública y de credibilidad de la propia Iglesia y sus instituciones! Si atendemos a los ingredientes que concurren (Papa Francisco, Opus Dei, Colegio Gaztelueta, Arzobispo de Barcelona, Silverio Nieto, Congregación para la doctrina de la fe, archivo por falta de pruebas, apertura de juicio oral ante el resultado de una amplia y concluyente pericial psicológica, etc.), el brebaje resultante puede ser explosivo. ¿Cómo hacer creer a la opinión pública que, en sede canónica, se archivó por falta de pruebas y ahora resulta que, ante la concluyente pericial psicológica, el Juez estatal competente ordena la apertura de juicio oral?

Lo primero que pensará la gente (si es que ya, cansada de tantas defraudaciones, no pasa totalmente de estas vergüenzas clericales) se va a centrar en señalar qué tipo de instrucción realizó la CDF, cómo es que en ella no apareció prueba alguna, cómo es que el interrogatorio a la víctima y a sus padres lo practicó supuestamente un miembro del Opus Dei, por qué no practicaron pericia alguna, etc., etc. Lo segundo que pensará la gente estará en relación con una explicación de lo ocurrido (resultados tan diferentes) en base a intereses institucionales o personales, no merecedores de protección. ¿Cómo rebatir tal estado de opinión? No será posible.

La solución -tentación muy frecuente en los medios eclesiásticos- no consiste en condenar al mensajero. La solución consiste en posicionarse desde el primer momento con inteligencia y no propiciar, de ninguna manera, las circunstancias que lo faciliten. Lo inteligente sería -salvo en supuestos en los que el fundamento objetivo de la denuncia inicial es evidente- apartar cautelarmente al denunciado del oficio y esperar el curso de las actuaciones ante la autoridad estatal correspondiente. Con posterioridad, la Iglesia podría y debería proceder -con mayor fundamento e, incluso, con mayores elementos probatorios- a realizar la justicia en su propio ámbito. Nadie tiene interés en privar a la Iglesia del cumplimiento de su misión como tenga a bien. Nadie "sostiene que sólo las denuncias ante las autoridades civiles son el camino legítimo a través del cual la Iglesia tiene que tratar estos casos". Ni mucho menos. Lo que se sugiere es que se posicione con inteligencia y no se dé pie a hurgar más en la herida.

No estamos diciendo que la decisión canónica haya de supeditarse al juicio o tenor de la decisión penal. Estamos diciendo que se cuide el no entrar innecesariamente en contradicción con ella (la instrucción estatal penal ofrece, en principio, mayores garantías pues se ha llevado a cabo con mayores medios y con más experiencia investigadora). Este cuidado es especialmente recomendable cuando, como venimos diciendo, la autoridad canónica se incline por el archivo de las actuaciones.

Claro está que las críticas se pueden derivar, como es habitual, al rancio anticlericalismo o laicismo. Pero, con ello se vuelve a incidir en el error propio. Es una pura cuestión de sentido común y de actuar con inteligencia. El mismo Francisco, por cierto, preguntado, ante el hecho de la acusación del Card Barbarín -por, supuestamente, no haber denunciado abusos sexuales a menores en su diócesis- sobre si debería renunciar, ha respondido lo siguiente: "Ya veremos después de la conclusión del proceso. Pero ahora, esto sería señalarse culpable" y "Debemos esperar ahora a ver cómo continúa el procedimiento ante la justicia civil".

En definitiva, se echa de menos un Protocolo claro, con cara y ojos, que contemple estas y otras cuestiones. ¿Hasta cuándo espera nuestra Conferencia episcopal a dar una respuesta creíble?

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