No dejes que me arrastre la corriente (Salmo 68)

¡Dios mío!,
¿dónde estabas cuando una ola terrorífica

provocó el apocalíptico tsunami de Japón,
cuando tembló la tierra
y asoló la nación de Haití,
cuando asesinaban a millones de personas
en Ruanda, en la República del Congo
o en el campo de extermino de Austwich?

Los niños hambrientos de África,
los millones de desplazados y refugiados
por las guerras y por la persecución,
no tienen ya fuerzas ni lágrimas para gritar,
suplicar y se les nublan los ojos
de tanto mirar al horizonte,
esperando un solo motivo para no desesperar,
un mesías que les libere de tanta angustia.

Lo único que te pido, ¡oh Fuente de toda vida!
es que no me dejes ser cómplice ante
tanto horror, tanta violencia,
tanta injusticia, tanta miseria,
que no defraude la esperanza
que tienen puesta en mi cercanía,
en mi solidaridad, en mi responsabilidad de hermano.

Mi verdadero ayuno, mi auténtico sacrificio
es intentar vivir con el corazón esponjado,
con los ojos abiertos, con la sencillez de vida,
con mi apertura hacia cualquier persona
que llame a mi puerta, que venga de otra tierra
para poder sobrevivir en la mía, que también es suya.

Lo único que te pido, ¡oh Padre mío!,
es que no me deje arrastrar por la corriente
de este mundo, por la trivialidad,
por la apariencia y el consumo,
que no me trague la corriente
y que no se cierre el hondón personal
que hay en mí.

Aunque estoy herido por todo lo que me rodea,
sé que Tú y los más pobres e indefensos,
me liberaréis de todas mis incoherencias
y, sólo entonces, viviré con un corazón renovado.
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