La ermita y la fortaleza


Dos edificios, dos símbolos. Ambos suelen estar separados en las afueras de nuestros pueblos. Aquí, en Cortegana (Huelva) están juntos. El castillo, en lo más alto y bien pertrechado e inexpugnable, para impedir que entren los malos, con torres, cañones, almenas, zanjas y puentes levadizos. La ermita, pequeña con sus frágiles paredes de cal, agazapada en un valle silencioso, sólo turbada por la algarabía de los días de la fiesta patronal, pero siempre humilde, abierta a todos incluidos los más débiles.

Dos símbolos y dos estilos.
La Iglesia-fortaleza, parapetada en sus dogmas, su moral inmutable, su ortodoxia, su rechazo a los de fuera, castillo de invierno para proteger a los “buenos”, los “católicos de toda la vida”, los impecables.

La Iglesia-ermita,
íntima, pobre, sencilla, con las puertas siempre abierta a los pequeños, los pobres, los atribulados, los dudosos, los increyentes, como las manos de la Virgencita de pueblo que recoge nuestras lágrimas, y una explanada ancha delante para la fiesta, la charla, la música, el baile, la romería, la convivencia, el olvido y el perdón.

Que cada uno identifique estos dos símbolos
con quien les parezca: actitudes, grupos, papas, movimientos, posturas, compromisos. Y luego, lo más importante, se pregunte: Y yo, ¿a qué me parezco más a una ermita o a una fortaleza? ¿Cuál de ellas recuerda más a Jesús de Nazaret?
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