Julia Navarro se queja, con razón, de los niños maleducados. ®

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He leído un artículo firmado por Julia Navarro el pasado sábado en el semanal "MujerHoy", criticando la mala educación de algunos niños... y de sus padres. Un hijo mío que es padre de siete niños pensó enviarle una protesta, cosa que finalmente no hizo pero que me ayudará a elaborar este post.

En verdad concuerdo con ambos, con la protesta y con el artículo. El rigor dedicado a los niños y a sus padres, según mi hijo, no puede compararse con el que se otorga a los incívicos amos de mascotas; ni el mero hecho de "ser niños", según el artículo, puede patentar el descuido en su educación.

Los padres que enfadan a Julia Navarro posiblemente no recibieron, como suele decir mi esposa, el oportuno azote en el momento y la edad justos. De ahí que quien no fue educado - como se explica más abajo - tampoco esté preparado para educar.

Salvando la enorme distancia entre un perro -un animal- y un niño -ser humano- lo cierto es que en su artículo la señora Navarro se lamenta de algo que suele suceder más frecuentemente con los dueños de perros. Estos justifican con ridícula caridad el instintivo comportamiento de sus mascotas, olvidando que son incapaces de libertad. Que la abnegación que se les adjudica viene de que no saben vivir sin la mano del amo que les da la comida. Los casos que se cuentan de perros aullando lastimeramente al lado de su amo muerto, tienen más de lamento por el abandono que por la pérdida de un camarada. Se cuenta de Richard Wagner que un perro suyo, paradigma de virtudes que los humanos nunca alcanzaremos, un día le abandonó insolidariamente por estar medio muerto de hambre.

Es evidente que en ambos casos, perros y niños, hay un mismo patrón de comportamiento por parte de quienes se supone, respectivamente, amaestradores o educadores. El colmo es que en muchas ocasiones somos más permisivos con esos dueños de perros que nos dejan intransitables las aceras o que, en el último minuto, bajan al animal en el ascensor sin que pueda contenerse la meadita olorosa. Imagínense que fuéramos esparciendo por la calle los pañales usados o vaciáramos por el patio el cubo de la basura.

Quién no tiene educación no puede darla, eso es lo que pasa. Hemos pasado por un siglo en que los psicólogos de libro, de tanto éxito en los EE.UU. después de la Segunda Guerra Mundial, nos han llevado a huir de la educación tradicional, que incluía el castigo proporcionado (entendible por el niño) y la patente demostración del enfado de los padres. En contra de esto y por sus teorías, más que menos las roussonianas del buen salvaje, teníamos que razonar al niño cosas que no podía entender. Obviamente, con gran riesgo para su desarrollo, su integridad y su futura libertad de adulto.

En nuestra sociedad, antes cristiana y trascendente pero hoy formada por familias de un hijo o de ninguno, con los padres fuera de casa hasta el anochecer, no hay tiempo para aplicar las buenas costumbres heredadas de generaciones, ni de reaprender a que los niños existen y no hay que esconderlos. Contradictoriamente, nuestro exaltado materialismo nos insta a mimar, adular incluso, al único hijo como a tirano a quien todo lo tienes que sacrificar; que se adueña de sus padres porque ellos antes le usaron como exponente de sus éxitos. En muchos casos, porque dándole de todo creen mitigar la conciencia de su abandono.

Sí, señora Navarro, sus palabras son ciertas por desgracia. Como padre de familia numerosa pudiera ser que alguno de mis hijos le tirase a alguien arena en la playa, o le despertara de un bocinazo. Casi seguro que sería en lugares públicos como playas - donde se toleran los descaros de los nudistas -, o en parques y jardines cuya justificación suele estar muy relacionada con el asueto de los niños. Tenga por seguro que cuando sucedió ni su madre ni yo nos justificábamos con que "los niños son así".

Suerte tengo de recordar una anécdota. Una tarde en el Paseo de Rosales, de Madrid, vi a una joven madre gritarle a su niño de unos cuatro años que parara de correr pues que iba inconsciente hacia un cruce peligroso. El niño la oía pero no le hacía caso. Finalmente cruzó a la carrera y un taxi a punto estuvo de atropellarle. La madre llegó con el corazón en la boca y le regañó... mientras el niño se le revolvía lleno de susto regañándola a ella. Todos sabemos que leerle las reglas del Dr. Spok no vale de nada para obedecer una orden de mamá, sino un buen azote que le escueza en la memoria.

Ruego a los antiniños que sean juiciosos y pacientes y no juzguen dejadez en los padres, que por ellos, en su mayoría voluntariosos aprendices, tenemos - en sus niños - asegurados la perdurabilidad de nuestra nación y el subsidio de nuestra vejez. Mínimo pago del amor más verdaderamente humano que existe.

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