¿Y si en vez de preguntarnos cómo trasmitimos la fe en Dios lo hacemos presente?

Publicado en Iglesia Viva, Abril-Junio 2021, pp 117-124
Quiero empezar expresando que comparto la preocupación que la revista plantea de la “interrupción en la transmisión de la fe” el salto generacional donde hemos perdido a gran parte de nuestra gente joven.
Es un tema que ciertamente nos preocupa a quienes creemos que la persona de Jesús y su proyecto vital es hoy de una gran actualidad y además crucial para nuestro momento histórico. Para quienes somos cristianos, una y otra vez, tenemos que sentirnos responsables de proclamar nuestra fe en el Dios que Jesús nos trasmitió con sus palabras y sobre todo con su vida y comprometernos con hacer verdad en nuestro momento histórico el Reinado de Dios.
Ante esa realidad preocupante yo me he hecho, varias veces, esta pregunta:
¿Y si en vez de preguntarnos cómo trasmitimos la fe en Dios lo hiciésemos presente?[1]
¿Y si en vez de buscar formas de trasmitir su mensaje nos hacemos transparencia de su amor, de su pasión por la justicia y como Jesús somos testigos visibles de un Dios Amor invisible?
¿Y si nos pusiésemos en camino con la juventud de hoy buscando huellas de su presencia, atisbando dónde se escucha su rumor de vida, descubriendo junto a ellas y ellos qué llamadas nos está haciendo el Dios de la vida en este momento de un mundo en “emergencia global”[2]?
Intentando encontrar algunas pistas para responder a estas preguntas volví los ojos a las narraciones evangélicas donde se nos narra la experiencia de la primera comunidad cristiana para hacerme preguntas: ¿cómo esos hombres y mujeres, de religión judía, que seguían a Jesús y se sentían tan trastocados en sus criterios, modos de ver la realidad, comprensión del “Reino de Dios”, y de Dios mismo…fueron capaces de hacer un cambio tan radical en sus personas? ¿Cómo lograron ser testigos ante su pueblo y abrir fronteras, en otras culturas y pueblos, a la Buena Noticia de Jesús y a la nueva comprensión religiosa que él les trasmitió?
Haciendo esa búsqueda he encontrado algunas respuestas, que he compartido también en otro lugar[3]:
Está claro, por los textos evangélicos, que mientras vivieron con Jesús no fueron muy conscientes de la verdad de su persona, ni entendieron muchos de sus valores, modos de ver la realidad, criterios y valores…pero la seducción de su persona y su proyecto vital los mantuvo en su seguimiento.
Es a partir de la experiencia de la Resurrección de Jesús cuando va haciéndose verdad en ellos el cambio de valores, perspectivas, conductas y sobre todo el cambio en la imagen de Dios. Ese fue uno de los grandes descubrimientos de la primera comunidad después de la Resurrección y de acoger el Espíritu, descubrir que en Jesús habían conocido a Dios.
El evangelista Juan nos sorprende con dos afirmaciones difíciles de conciliar: “A Dios nadie lo ha visto jamás” (Jn 1,17) y con la misma contundencia dice que es Su hijo quien les ha revelado su verdad, es más en su primera carta afirma con toda firmeza: “lo que oímos, lo que vieron nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos…porque la vida se manifestó, nosotros la vimos, damos testimonio…eso que vimos y oímos os lo anunciamos ahora,…para que nuestra alegría llegue a su colmo” (1Jn1,2,4).
Este es un texto que siempre me ha impresionado, porque a quien vieron, oyeron, tocaron fue a Jesús de Nazaret, y desde esa experiencia confiesan con toda certeza que “¡Dios es amor!” (1Jn 4,8)
¿Qué ha pasado para hacer con verdad esas dos afirmaciones aparentemente contradictorias?
Si era verdad que Jesús tenía razón, era necesario descubrir no sólo quién era Jesús, sino qué Dios nos desvelaba. Más concretamente: qué descubrieron de Dios al ver a Jesús.
Lo que descubrieron de Dios, en Jesús, no fue tanto por sus palabras sino por su vida, por sus hechos. Sin duda experimentaron que, si Dios existía, y ellos creían que sí, tenía que parecerse a Jesús. Es más, tuvieron la percepción de que él se vivía en Dios, que se experimentaba formando parte inseparable de ese Misterio, incluso que había una identificación con El, por eso Juan se atreve a poner en boca de Jesús palabras que expresan esa profunda unidad: “El Padre y yo somos uno” (Jn 10,30); El Padre está en mí y yo en El” (Jn 10,38b).
Todo en la persona de Jesús era desbordamiento de amor, de un amor sin fronteras, sin medida. El “como yo os he amado” resonaría una y otra vez como experiencia de gratitud y como invitación a amar así. Un amor que ponía más donde había más necesidad.
Seguramente recordarían el escándalo que supuso para todas las personas que lo veían y oían cuando Jesús rompe con sus hechos los criterios “religiosos” de su pueblo expresados en la oración del buen judío: Te doy gracias Señor, porque soy varón y no mujer, porque soy judío y no pagano, porque estoy sano y no enfermo, porque soy justo y no pecador” esta oración reflejaba bien quienes estaban en el centro de los criterios religiosos de Israel (varones, judíos, sanos y “justos”) y quienes quedaban en las periferias (mujeres, paganos, enfermos y pecadores) Jesús con sus palabras y sobre todo con su vida hizo de las periferias su centro. Eso escandalizó profundamente y lo más grave de todo es que cuando le preguntan por qué actúa así contesta sin dudarlo: “Porque así es Dios”.
En su maestro, Dios se les había hecho presente, lo pudieron ver, oír y palpar ese era el reto fundamental de sus vidas, esa era la Buena Noticia que a ellas y ellos los llenó de alegría y que estaban llamados a hacer verdad. Hacer con sus vidas visible a ese Dios para hacerlo creíble. Esa experiencia fundamental la pone el evangelista Juan en boca de Jesús en su cena de despedida: “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre (Jn 14,9)
Y volviendo a nuestra pregunta primera ¿qué nos dice esta experiencia a las personas que no solo queremos ser seguidoras de Jesús sino portadoras, difusoras de su Buena Noticia?
Quizás no hemos sido del todo conscientes de que lo más importante para la evangelización y “trasmisión” del mensaje de Jesús no es tanto una doctrina, ni unos sacramentos, ni unos mandamientos, ni unas celebraciones… sino ser testigos visibles del Dios en el que creemos ¿somos conscientes de lo que supondría hoy hacer verdad en nuestra vida ese “así es Dios” con el que Jesús escandalizó a sus contemporáneos porque él lo hizo visible?:
Entre otras muchas cosas el “hacer de las periferias, opresiones, esclavitudes nuestro centro supondría un cambio radical de nuestras vidas y por tanto de nuestro mundo, podríamos nombrar algunas de estas periferias: los 78 millones de desplazados en el mundo, los millones de hambrientos, empobrecidos, cerca de nosotras y lejos, las personas esclavizadas en trabajos inhumanos, explotadas laboral o sexualmente, quienes están tirados en el camino de la vida, saqueadas por los ladrones de turno, los manteros que pululan por nuestras ciudades, los emigrantes sin papeles que trabajan con salarios de miseria en nuestros campos, las mujeres amedrentadas sometidas a una brutal violencia machista, niños y niñas abusados y maltratados…
Yo estoy convencida de que no hay mejor manera de “trasmitir” la fe en Jesús y en el Dios revelado en Jesús que hacer de nuestro cuerpo un lugar de revelación, consentir en hacer verdad la utopía de una experiencia cristiana que se hace cuerpo[4]
¿Qué quiero decir con esto?
Lo primero que quiero expresar es que somos un cuerpo, no tenemos un cuerpo. Nuestro cuerpo es la presencialización de nuestra persona. El cuerpo nos posiciona, nos revela, desvela y nos orienta, a través de él podemos aproximarnos y alejarnos de las personas y las cosas. Somos un cuerpo con capacidad creadora, espiritual, pero un cuerpo.
Todo lo que acontece en nuestra vida pasa necesariamente por nuestro cuerpo. Nuestro cuerpo es una realidad biológica, una realidad sexuada, un depósito y un productor de energía, es la presencialización de lo que somos, es el lugar de nuestra comunicación con los otros y lo otro y Dios, es una realidad espiritual, ética, estética, lugar de verificación del amor y de nuestra fe.
Somos un cuerpo unificado, en unidad indisoluble psique-soma, soma-mente, soma-espíritu. Todo lo que acontece en nuestra vida, en cualquier nivel de nuestra persona acontece en nuestro cuerpo, porque somos seres corporales y éste guarda memoria de ello.
Por eso vuelvo a preguntar: ¿Cuál sería el camino para hacer verdad la utopía de una experiencia cristiana que se hace cuerpo?
El camino de la experiencia y por tanto de la comunicación de ella, en nuestras personas, seres corporales, se verifica cuando la Palabra acogida, sentida y gustada se hace cuerpo, carne de nuestra carne. Si la Palabra no se hace cuerpo, no se hace verdad a través de nuestro cuerpo, se ha quedado en un buen deseo, o un buen pensamiento, pero aún no es verdad en nuestra vida.
Es necesario que la Palabra no se quede enlatada, memorizada, teorizada o incluso celebrada, sino que se haga en nosotros experiencia "sentida y gustada" pero eso no basta. Es preciso que la Palabra, se verifique en nosotros, se haga cuerpo, carne de nuestra carne.
Mientras no hagamos visible y operativo nuestro amor a través de nuestro cuerpo, no haremos posible al ser humano cabal y a la creación entera y por tanto no haremos creíble al Dios de la encarnación que profesamos con nuestras palabras.
Cuando la Palabra se hace carne acontece “la encarnación”, y esto no fue algo que excepcionalmente le pasó a María. De alguna manera es verdad siempre que a la luz de la Palabra algo surge en nuestras entrañas a modo de un “nacer de nuevo” y eso nuevo que se alumbra en nuestro cuerpo sólo puede llamarse “Jesús”, porque en su nombre ha sido engendrado en nuestro interior. Eso no es obra de “la carne, ni de la sangre, ni de varón ni de mujer” ni de nuestro esfuerzo humano y buenas obras, sino gracia del Espíritu en nosotros. (Lc 1,26-37) que hace de nuestro cuerpo un lugar de revelación. Es decir, nos capacita para poder pasar por la vida siendo hijas e hijos, hermanos y hermanas al estilo de Jesús, configuradas por su Espíritu
Para poder explicarme mejor doy la palabra a la poesía, es éste el lenguaje que mejor expresa las experiencias profundas, aquellas para las que la palabra queda corta y parece traicionar la verdad vivida.
León Felipe nos dice:
“Había un hombre que tenía una doctrina. Una doctrina que llevaba en el pecho (junto al pecho, no dentro del pecho), una doctrina escrita que guardaba en el bolsillo interno del chaleco.
La doctrina creció, y tuvo que meterla en un arca de cedro, en un arca como la del Viejo Testamento.
Y el arca creció. Y tuvo que llevarla a una casa muy grande.
Entonces nació el templo
Y el templo creció. Y se comió al arca de cedro, al hombre y a la doctrina escrita que guardaba en el bolsillo interno del chaleco.
Luego vino otro hombre que dijo: el que tenga una doctrina que se la coma, antes de que se la coma el templo, que la vierta, que la disuelva en su sangre, que la haga carne de su cuerpo…
y que su cuerpo sea
bolsillo
arca y templo.
Esta parábola nació apoyándome en el versículo XXI del Capitulo II del Evangelio de San Juan, donde dice:” Mas Él hablaba del templo de su cuerpo”[5].
Esta parábola para mi explica muy bien algo de lo que nos está pasando. En este momento histórica las personas (y mucho más las generaciones jóvenes) estamos hartas de palabras que nos suenan a vacías, repetitivas, estereotipadas…, que nos dejan frío el corazón e indiferente nuestra cabeza. Nuestro tiempo requiere no predicadores que inviten a creer sino personas que impulsen a encontrarse con el Misterio de Dios que sean mistagogas y testigos[6].
Mistagogas: mujeres y hombres que, porque han hecho el camino, pueden invitar, orientar y ayudar a otras personas a buscar por sí mismas, a introducirse en el umbral de ese misterio amoroso que llamamos Dios: el misterio en el que vivimos, respiramos, somos. Personas mistagogas que saben ofrecer un camino, un proceso, un método y saben esperar que cada persona verifique por sí misma ese Encuentro que, sí es con el Dios vivo, será un encuentro también fraterno.
Pero sobre todo necesitamos testigos es decir mujeres y hombres que a través de nuestro cuerpo hagamos visible y por ello creíble al Dios de Jesús.
· Testigos de la pasión de Dios por lo perdido, por lo pequeño, pobre y sencillo, por el abajo de la historia.
· Testigos del Dios-relación sin exclusivismos ni dominaciones.
· Testigos de la entrañable misericordia de nuestro Dios.
· Testigos del Dios de la vida, de su Ser-cuidado para con toda su creación.
· Testigos de su presencia discreta en el corazón de la realidad y de la Historia.
· Testigos del Dios festivo, buena noticia.
Y eso ¿cómo?
Dejándonos alcanzar por su Amor, por la experiencia de su Ser-en-nosotras, y permitiendo a nuestro cuerpo ser un cuerpo espiritual, es decir ser "TESTIGOS” que a través de nuestro cuerpo gritemos cotidianamente que Dios es Amor.
Esto supone al menos:
Ojos que "han visto a Dios" y no sólo han quedado prendados de su hermosura, sino que también han aprendido a "ver" el dolor del pueblo a "fijarse" en cómo lo tiranizan, convirtiéndolo en esclavo (Ex 3,7-9); ojos que ven la creación como obra de Sus manos y la ven "muy buena" (Gn 1,31); ojos que, cuando han sido seducidos por Jesús y su pasión por la vida, sienten que trasforman su mirada y aprendenden a mirar más allá de las apariencias, descubren su capacidad para conservar unos ojos lúcidos, sagaces y al tiempo ingenuos y sencillos. Ojos que como los de Jesús han aprendido a ser honrados con la realidad, y a desenmascarar las mentiras de nuestra sociedad; que han descubierto el valor vivificador de lo pequeño y oculto. Ojos capaces de desvelar a Dios cuando miran con ternura y devuelven a las personas su dignidad (Mc 12,41-44); cuando acarician, cuando miran desde un corazón lleno de misericordia, y hacen de toda persona alguien “próximo”. Ojos que aprenden de Jesús a llorar por el dolor de su gente (Jn 11,35;Lc19,41), que miran y devuelven la esperanza (Lc 19,4-5), perdonan (Jn2,9-11) y en definitiva aman (Mc 10,21).
Oídos que han aprendido de Jesús, a escuchar en el silencio de la oración, la voz de Dios (Mc.1,35;6,46;5,16;6,12), que nos desvela nuestra verdadera identidad y que incansablemente nos devuelve a la vida como hijas/os amadas/os en quien Dios se complaces, no porque seamos más o menos buenas personas, sino porque así es Dios que ama incondicionalmente (Lc.3,21-22). Oídos que se hacen discípulos de la vida y lugar donde resuena sobre todo el clamor de las vidas más amenazadas, de la vida de quienes no cuentan, no valen, son “sobrantes” . Oídos que saben escuchar al mismo tiempo y de un modo entrelazado el grito de la tierra y el de las personas pobres. Oídos que saben también alegrarse con los sonidos de la vida que se hacen fiesta, boda, banquete, vida de los amigos y de los extraños. Que descubren la presencia del Espíritu de vida en el rumor de la cotidianeidad y su valor como lugar de verificación y expresión del Reino.
Boca que sabe se convierte en aliento de vida, que es portadora de vida cuando:
sabe hablar y callar a su tiempo;
ben-dice y al decir bien posibilita la vida y cierra sus labios a la mal-dición que produce exclusión y muerte;
denuncia y desenmascara las injusticias de nuestro mundo, las mentiras que siguen ocultando opresiones, exclusiones, asesinatos, violaciones, rechazo de millones de migrantes, hambre que mata, guerras que destruyen…
anuncia la Buena Noticia de Jesús de que en la mesa del Reino no hay exclusión alguna por razones de sexo, raza, clase y si alguien está especialmente invitado a ella son quienes en la vida son víctimas del desamor y la marginación;
canta el canto de la vida sencilla y une su canto al del pueblo;
grita de dolor pariendo vida y de placer cuando hace de su cuerpo el lugar de expresión de su amor;
alienta a los desalentados y sin fuerza;
convoca al descanso y a la fiesta de la vida;
besa y hace del beso el sacramento del amor;
se ríe de tantas palabras vanas y deformadoras de la realidad y las relativiza sanamente con sentido del humor, para no tomarlas en serio y no dramatizar la vida;
gusta el sabor de la Buena Noticia del Reino.
Manos parteras de vida que ayudan a dar a luz a todo aliento de vida allí donde emerge y que saben esperar el lento dilatarse del útero- entre dolores de parto- de tanta vida nueva como quiere brotar, sabiendo alentarla y no abortarla; manos que amasan en la cotidianeidad el pan de la sororidad; que se unen a otras manos para tejer el manto de la solidaridad; que dan, comparten, no acaparan para sí; que saben pedir conscientes de su propia pobreza; manos que saben acariciar con ternura y pasión; que aguantan sostienen, levantan al caído, curan heridas, las ungen con el ungüento de la entrañable ternura; manos al fin que pasan por la vida, sencillamente, "echando una mano" a quien lo necesite.
Pies que pueden servir para mostrar en nuestra vida cotidiana al Dios con-nosotr@s . Pies peregrinos y buscadores con otras personas y grupos, sin grandes seguridades, pero con las certezas que guardan en el corazón. Pies que, ante quienes hoy están tirados en el camino (continentes enteros) apaleados, saqueados, mal heridos saben hacerse “próximos”: bajar, acercarse, cargar con los enfermos y heridos…es decir se convierten en pies samaritanos. Pies que saben descalzarse ante el misterio de la vida, de cada persona, de la realidad. Pies que danzan la fiesta de la vida y las conquistas en el camino de la liberación sobre todo de los pobres de este mundo; pies que, como los de María, la madre de Jesús, y las otras mujeres: María Magdalena, María la de Cleofás, Marta y su hermana...se hacen seguidores de Jesús hasta el final y que cuando los tiempos son difíciles, en vez de huir, permanecen de pie junto a tantas personas crucificadas en este mundo.
Corazón que es el lugar de la inteligencia amante (solo se conoce bien con el corazón) por eso puede transformarse en el hogar de la misericordia entrañable, de la acogida incondicional; lugar de la amistad y el encuentro; casa abierta y compartida, sobre todo para los sin lugar en la historia; espacio donde se unifica la memoria y la esperanza; donde cada persona recobra su dignidad y autoestima al saberse querida y aceptada por sí misma. Corazón en el que resuena y se guarda la Palabra por eso lo convierte en un lugar contemplativo, capaz de palpitar ante el susurro del paso de su Señor en su mismo centro y en el centro de la vida y de la historia. Capaz de percibir la presencia del Espíritu en esta historia nuestra tan golpeada por el vacío, por la indiferencia religiosa, por la intranscendencia, la injusticia y la violencia. Sobre todo, es el lugar donde se fragua y madura el amor, por eso saber vivir desde el corazón se convierte en un modo privilegiado des-velar al Dios Amor incondicional
Entrañas que de un modo especial pueden ser testigo, como lo fue Jesús, de la entrañable misericordia de nuestro Dios cuando se dejan fecundar por el amor, cuando se creen capaces de dar a luz vida nueva, aunque ya sean viejas y les hayan hecho creer que son estériles; entrañas capaces de aguantar los propios dolores de parto con esperanza, ensanchan-do las fronteras del propio útero para que todas las personas puedan nacer y ser ellas mismas, libres y autónomos; entrañas de misericordia, de ternura siempre renovada; entrañas que se estremecen de dolor y de gozo y son incapaces de permanecer insensibles.
Sexo que se vive sin dejarse atrapar por los estereotipos de género que empequeñecen al hombre y a la mujer y les impide ser personas enteras; que denuncia toda violencia de género, que no hace de las diferencias sexuales lugar para la exclusión y marginación sino lugar de encuentro enriquecedor en la diferencia; sexo que se hace relación corporal amorosa y placentera, lugar del amor que se entrega y se recibe, ex-tasis de sí para trascenderse en el abrazo y descubrir en el encuentro la Fuente de su amor, lugar de placer humanizador y compartido.
Piel que se hace lugar de contacto, de encuentros vinculantes, constructores de identidad y reconocimiento sin fusiones indiferenciadoras, ni dependencias destructivas. Piel que ha renunciado al "despelleje" continuo de los otros; que ha renunciado al "ojo por ojo"; piel que sabe poner límites al despilfarro, al consumismo, a la violencia como modo de solucionar los conflictos, piel que aprende a respirar el "aire de Jesús" hasta que su Espíritu se revele en nosotr@s a "flor de piel"; piel que rompe los estrechos moldes de su identidad corporal para abrirse a toda la humanidad como a su propio cuerpo, porque ha experimentado que cuando se cierra a su hermano se cierra a su propia carne. Piel, al fin, que descubre sus verdaderas dimensiones que no se agota en los límites de nuestro pequeño cuerpo sino que se extiende a toda la humanidad y a toda la creación como "Cuerpo de Dios".[7]
Cuando todo esto acontezca entonces nuestro cuerpo será testigo, es decir transparencia de un Amor que nos ha alcanzado y nos va poco a poco transformando a su imagen y semejanza y esa sería, en mi opinión, la mejor y más eficaz manera de “trasmitir” nuestra fe.
¿Nos animamos a intentar vivir de tal manera que podamos convertirnos en testigos visibles de un Amor invisible, como le pasó a Jesús y cómo hicieron verdad quienes fueron seguidoras y seguidores suyos?
[1] MARTINEZ OCAÑA, E., Es tarde, pero es nuestra hora, Narcea 2020, pp. 159-169
[2]Desarrollo ampliamente esta afirmación en MARTINEZ OCAÑA, E., Espiritualidad para un mundo en emergencia, Narcea, 2018
[3] MARTINEZ OCAÑA, E., Es tarde, pero es nuestra hora, 83-94, 147-149
[4] He desarrollado ampliamente este aspecto en: MARTÍNEZ OCÑA, E., en Cuando la Palabra se hace cuerpo…en cuerpo de mujer, Narcea 2007 y en Cuerpo Espiritual, Narcea, Madrid 2009.
[5]LEÓN FELIPE, Antología rota. Akal, 1990,165-166. Los subrayados son míos.
[6] Ya en la década de los 90 M. Rondel, en su artículo titulado "Espiritualidades fuera de las fronteras", hizo una llamada a las Iglesias a ofrecer caminos para hacer "mistagogías" que conduzcan a experimentar más que doctrinas para creer (Cf. Selecciones de Teología, nº 143 (1997) 197-202).
[7] "El mundo como Cuerpo de Dios" es la bella metáfora que utiliza MCFAGUE, S en Modelos de Dios. Teología para una era ecológica y nuclear. Sal Terrae, 1994, 126-137.
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