Le llamaban escritor maldito y les hacía gracia, una extraña forma de mención honorífica. Pero él, aunque quería ser un buen escritor, no quería ser uno maldito: él quería ser bendito, libre, sencillo y feliz.
A veces lo comentaba con su círculo de amigos, y les hablaba de esa inquietud que le comía por dentro, de la etiqueta que le habían colgado, de cómo no podía deshacerse de la maldición, de la desesperación que le causaba, como si se le hubiera caído una mancha en la ropa y se la intentara quitar a arañazos. ¿A qué estaba condenado exactamente? Él solamente sentía el peso de las circunstancias, irremediables, encima y le cortaba la respiración. Y a su círculo de amigos les hacía gracia y le decían:
- Precisamente por eso eres maldito, porque no quieres serlo. Ríndete y disfruta.
Quería hacer caso de ese consejo egoísta y desinteresado, pero no podía. Rendirse era fácil, lo hacía a veces. Disfrutarlo, nunca, era imposible. Sentía que parte de su dolor, en vez de salir en su poesía y en sus cuentos, como exorcizado, se quedaba dentro enquistado, se iba escondiendo cada vez más. Y cuando él, harto de todo, se zambullía en su oscuridad a buscar ese dolor y hacerlo salir, se quedaba atrapado. Cuando sus lectores leían las obras salidas de aquella búsqueda a ciegas se quedaban asombrados y le alababan y le decían: “¡Oh!... de verdad que es un escritor maldito…”. Entonces él fantaseaba con la idea de abandonarlo todo, hasta la vida. Ni la literatura ni el arte merecían la pena al final, solamente eran un pasatiempo, algo que hacer para despistarnos mientras pasan los días y esperamos a que llegue el de nuestra muerte. Y mientras pensaba esas cosas, la mancha que amenazaba con consumirle como un cáncer crecía, y aunque peleara, no podía destruirla. Las manchas no se hacen desaparecer a arañazos, solamente desaparecen lavándolas.