Verdad de Perogrullo: El dinero da status. Y amigos. Y bienes. Y un buen pasar. Y a veces, aburrimiento superlativo y, por ahí, ganas de suicidarse. Si no, acordémonos del hijo pródigo de Lucas 15 que mientras tuvo plata tuvo amigos y deleites, pero que cuando se le acabó el dinero, se le acabaron también los deleites y los amigos. Y que cuando ya no sabía a quién recurrir, se acordó que hay ambientes donde no se necesita dinero para ser feliz.
El dinero, además, permite que la gente de las clases acomodadas se eternice en el poder y que las bandas presidenciales pasen de padre a hijo con la misma naturalidad con que pasan los genes o el apellido. Y no solo las bandas presidenciales sino los escaños en el poder legislativo y de igual manera los birretes y las togas en el judicial.
¿Será por eso que la gente que tiene millones siempre quiere tener más?
Coco Legrand, nuestro reconocido humorista, imponente en cuanto a su talento y respetuosamente irreverente en el uso del lenguaje de la calle (me he permitido calificarlo como el único humorista chileno con licencia, como James Bond para matar, para usar en sus presentaciones públicas el lenguaje más grueso sin que nadie se atreva a censurarlo). Coco Legrand, digo, hace un sketch en el que aparece uno de estos políticos que reciben y dan un escaño por herencia negándose, con ademanes artificiosos, a aceptar un nuevo cargo público. «¡No, no y no!» dice, moviendo los brazos como aspas de molino, abrumado por la insistencia de su interlocutor. «¡Estoy cansado de eso! ¡No me hables de seguir siendo ministro! Por favor, por última vez te lo digo: ¡No!» La insistencia prosigue por lo que el político, al final cede y, como para deshacerse de su amigo, le dice, siempre moviendo los brazos, mesándose los cabellos y girando casi sin control en un espacio reducido: «¡Ya! ¡Está bien! ¡Pone a mi hija! ¡Pone a mi hija!» Todo el mundo se ríe, pero el chiste no deja de tener su lado serio y hasta patético. Los cargos públicos se reparten como en familia al punto que si ya no quieres seguir siendo ministro, o diputado, o senador, o subsecretario o presidente de la República, puedes pasar el bastón de mando a tu hijo, a tu hija, a tu nieta, a tu yerno y, por último, si se te antoja, al gato de la casa.