Soy el que soy

Las personas agradecidas quedan muy bien representadas en la figura bíblica de aquel leproso que, una vez curado entre otros diez, volvió corriendo y gritando agradecido a los pies del Salvador. Era uno solo, y extranjero: samaritano y maldito ¿Y los otros nueve? Yo me imagino a los otros nueve disfrutando de su salud y de una vida digna -de su dignidad, al fin, recuperada- como si, en el sentir de los hombres de nuestro tiempo, hubiera sido un derecho adquirido con esfuerzo por ellos mismos. “Nadie regala nada…”- oigo decir a menudo. Nadie regala nada a nadie, y menos, si cabe, a alguien de quien ni siquiera es posible esperar algo a cambio. Por eso, los veo cruzando por un puente de hormigón cada mañana, al encuentro de su vida nueva.
Es éste el puente que une, con el rigor de una necesidad lógica, sus derechos a las obligaciones de los demás. En realidad, más bien que un puente, es un búnker. No une a nadie con ningún otro. Blinda los derechos adquiridos, una vez reconocidos. Y los blinda con un material tan resistente como el hormigón: el olvido. El olvido borra viejos recuerdos y los sustituye por nuevas y sólidas certezas: la certeza de los derechos adquiridos por uno mismo borra, más pronto que tarde, el recuerdo de aquellos derechos que fueran una vez reconocidos por los demás.
Si el búnker fuera un puente de verdad, quedaría unido, al menos, el derecho de los leprosos curados al derecho de su bienhechor. La necesidad lógica quedaría a salvo de sí misma. La lógica, útil para pensar, ¿no debería serlo también para recordar cualquier causa -cualquier pasado- contenida y olvidada en sus efectos o consecuencias? La lógica, abandonada a sí misma, útil solo para pensar pero no para recordar, acaba sepultada en el olvido. Su propio rigor la paraliza allí donde es más necesaria: en el acervo de la memoria. Es allí donde perece. El que no ve más allá de la lógica perece con ella. Lo que no sirve para recordar sirve, en realidad, para pensar a medias, para aquel pensar que es, en el fondo, una manera implacable de olvidar.
El viejo puente de cristal parece no servir ya para la vida. Es demasiado frágil como para soportar nuestro paso y nuestro peso, cargados como vamos todos de derechos por la vida. Y de querellas y demandas, protestas y denuncias que se acumulan, como pesados fardos, sobre las mesas de los tribunales en espera de sentencia. El corazón de las personas se endurece cuando el hormigón acaba sustituyendo al cristal, el rigor a la fragilidad y la exigencia a la gratitud, fresca y tierna como el pan de la mañana.
Cuando cada vida se atribuye a sí misma un valor absoluto, es decir, cuando yo, en cada caso, doy por supuesta mi dignidad, me la reconozcan o no, entonces el hormigón sustituye al cristal, la exigencia a la gratitud, el búnker al puente. Cuando sé, en cambio, que necesito de los demás para todo -para ser yo mismo y tomar así la vida entre mis manos, regalado a mi propia persona por los otros-, entonces el “tener” -tener valor o dignidad y derechos anejos- pierde su rigor ante mis ojos y recupera así la claridad y fragilidad del ser, siempre en interdependencia de los otros. Ya no soy lo que tengo: un ser valioso por sí mismo cuya dignidad los demás tienen la obligación de reconocer. Soy el que soy gracias a Dios, es decir, gracias a otro que no soy yo.
La obligación se transforma, de este modo, en algo mucho más profundo y delicado: en respeto a quien me afirma en el ser y en la existencia. A quien afirmo yo también, porque el puente de cristal es de ida y vuelta. El que da ya está recibiendo. El que recibe ya está dando, a su vez, la oportunidad de dar lo que recibe. Nadie tiene nada para sí mismo -nada en absoluto-, ni siquiera su propia dignidad. Todos tenemos lo que damos o recibimos mientras lo damos y recibimos: respeto a manos llenas.

Volver arriba