Signos de la fe

Conversando el otro día con mi amigo Alberto Ezkurdia, de larga trayectoria como párroco a lo largo de su dilatada vida, comentábamos las excesivas exaltaciones de la iconografía de los santos y santas, casi siempre triunfantes en los altares de las iglesias. La excepción era la imagen de Francisco en el pequeño césped a la entrada de la casa franciscana de Asís, donde está enterrado el santo; una estatua que le representa con un sencillo sayo e inclinado, extendiendo un brazo con actitud de servicio.

Pero la verdadera excepción es la propia cruz con el crucificado en todas las iglesias frente a la iconografía triunfante de sus seguidores. La cruz simboliza el sacrificio de Cristo por amor, tan injusto como liberador, que representa en sentido más general a toda la religión cristiana.

Durante los dos primeros siglos del cristianismo el ícono de la cruz era raro, pues recordaba el método de tortura especialmente doloroso y humillante que padecieron también muchos seguidores del Maestro. Por esa razón se prefirió el símbolo del ictus (recuerda a un pez de perfil) como una clave oculta para identificarse en los primeros tiempos de la persecución, que luego fue reemplazado con Constantino I por el todavía utilizado crismón XP entrecruzado, e incluso por la imagen de la paloma y otras. Es a partir del siglo III cuando se identifican a los cristianos con el símbolo de la cruz, pero en el que se muestra a Jesús triunfante saliendo de la cruz. Porque hasta el siglo V no se celebra en la Iglesia de Oriente la fiesta litúrgica de la exaltación de la Santa Cruz y paulatinamente se generaliza en las iglesias cristianas la imagen que conocemos del Cristo doliente crucificado como signo de entrega total por amor.

Es cierto que coexisten muchas imágenes de santos y santas representados en su martirio, grandes conjuntos escultóricos que se pasean en la Semana Santa según los estilos artísticos imperantes en cada época. Pero no lo es menos que en todo ello subyace una sobre exposición del poder mundano que ha tenido la Iglesia institución. Es difícil predicar a la sociedad del siglo XXI el Reino del evangelio con tanta ostentación, hasta el punto de que el significado radical y universal de la Cruz siga desdibujado en la praxis de quienes ostentan el poder en la iglesia, velando tantísimas comunidades de fe que viven su fe como luz para el mundo.

Podía haberse mantenido la imagen de Cristo triunfante saliendo de la cruz, pero hubiese sido un flaco favor a la esencia teologal del Misterio del amor de Dios a toda la humanidad. Entonces, ¿Por qué no hemos continuado adecuando nuestras instituciones y manifestaciones de la fe al signo por excelencia cristiano, el signo del crucificado? El papa Francisco sigue intentando rescatar a la Cruz de una iglesia acomodada y marcada por su institución principesca y su ostentosidad florentina en la que, algún día, las imágenes de los principales ejemplos de seguimiento a Cristo debieran traslucir otra devoción, más sencilla y servicial, y nada triunfante desde el ojo del poder humano: como la que ofrece Cristo crucificado.
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