Dos clases de cristianos

Con la reflexión de esta semana pretendo visualizar dos conductas motrices que significan dos tipos bien diferentes de seguidores de Jesús.

Por una parte, está el grupo de los que siguen los mandatos evangélicos en su literalidad y procuran no hacer daño a nadie haciendo de sus enseñanzas el centro de su religión. Son personas que tienden a valorar el orden y la seguridad, que no se meten con nadie y tampoco tienden a meterse con los demás, lo que significa que su conducta, y su conciencia no son proclives a interesarse por los problemas que ellos no tienen. Su lema es no hago daño y me dejen tranquilo. No son mala gente, pero se olvidan del mandamiento final resumen de los diez: amar a Dios y al prójimo como a uno mismo.

El segundo grupo de cristianos es el reverso de la moneda. Son los que priorizan preocuparse por quienes sufren una situación de necesidad. Están más pendientes de lo que ocurre a su alrededor que de un cumplimiento normativo estricto. Lo esencial para ellos no es la legalidad religiosa sino su praxis. No entienden la tilde de los preceptos evangélicos si no es relación con una fe vivida en forma de compromiso según el modelo de amor que Jesús vivió. Entienden la realidad de los demás como algo que incumbe de lleno a su fe. Los primeros se limitan a una religiosidad formalista. Los segundos tienden a transformar la realidad en la que viven. Han pasado de un cristianismo  de estricto cumplimiento religioso a un cristianismo más proactivo.

El riesgo histórico del cristianismo es vivirlo como un catálogo formalista de normas que abocan a la separación entre la fe y el resto de la vida.  ¿Dónde queda, entonces, lo esencial del Mensaje? El cristiano se compromete con Alguien, no con algo. Jesús se comprometió directamente con los hombres y mujeres de Palestina; por su muerte y resurrección su compromiso alcanzó a toda la Humanidad, con todos y cada uno de los seres humanos. El creyente acepta ese compromiso de Jesús, lo hace suyo y de esta forma, queda unido a Él, a todo lo que hizo y enseñó, a su  causa de amor haciendo de su propia vida un compromiso.

La separación entre la fe y la vida no es sólo una grave falta moral, sino además un absurdo, puesto que la fe es una experiencia que afecta a toda la persona, no solo al cumplimiento de unas normas que, precisamente, están dictadas para aplicárselas uno mismo con el objetivo de convertirlas en un valor para los demás.

No vale, pues, reducir la vida cristiana a la oración y la limosna, como tampoco vale prescindir de ellas. Tampoco vale reducirla al compromiso social y político,  aunque no podamos prescindir de él. Jesús entró en política al cuestionar el poder religioso que perpetuaba una injusticia inmisericorde y estructural por el mal uso de la praxis e sus representantes. Es preciso tomar la persona entera de Jesús que no confundió prudencia con cobardía cuando se trataba de defender la Buena Noticia personalizada en seres humanos concretos al margen de su ideología o creencia religiosa; su necesidad dictaba el compromiso. Ambas son parte de la fe que nos mueve a la tarea misionera de transformar el mundo, aunque se trate de nuestro pequeño mundo.

Vivir el espíritu de las bienaventuranzas es algo mucho más que cumplir un manojo de normas. Es vivir la Buena Noticia entre los demás. Por eso es necesario afirmar que el contenido del seguimiento de Jesús, está resumido en la práctica de las bienaventuranzas en forma de amor solidario para con todos los seres humanos, especialmente con los más necesitados y dolientes. Nada que ver con la religiosidad acomodaticia que pretende casar la vida fácil y descomprometida con el evangelio.

Esta deformación del cristianismo está instalada en la Iglesia institución desde hace muchos siglos. No sólo instalada, sino ampliamente justificada en muchos ambientes, incluso con frases evangélicas sacadas de su contexto. Con ello se logró el dominio de la religiosidad por las clases altas, lo que provocó la gran traición o secuestro del evangelio, en el que tanto han influido algunas altas jerarquías eclesiales. Comenzó con Anás y Caifás y todavía el Papa Francisco lucha contra esta lacra muy extendida en la institución eclesial con el apoyo de grupos de poder importantes. Afortunadamente, siempre han existido y existirán profetas guiados por el Espíritu que marcan el verdadero camino cristiano. 

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