LLamados a ser santos

Para mucho, ser santos es una especie de utopía o también de un ideal casi imposible de realizar. Sin embargo, ya desde el Antiguo Testamento, se percibe cómo el creyente en Dios está llamado e invitado a ser santo. Así nos lo deja ver el libro del Levítico: “Sean santos, porque yo. Yahvéh, soy Santo”. La santidad proviene de Dios y a todo creyente se le pide serlo. Esto es, vicularse de tal modo con Dios para así ser contagiado de la santidad. El mismo libro del Levítico nos presenta la clave para lograr ser santo como Dios lo es:”Ama a tu prójimo…”

A los primeros cristianos se les identificaba con el calificativo de “santos”. Los “santos de la Iglesia”. La razón de fondo la encontramos en la transformación integral que se realizaba en todo aquel que se convertía en discípulo de Jesús por el bautismo: además de identificarse con Él, se convertía en hijo de Dios; como tal, participaba de su naturaleza divina y, por tanto de su santidad. Para profundizar en esta idea podemos tener presente la enseñanza de Pablo: “¿No saben ustedes que son el templo de Dios y que el Espíritu Santo habita en ustedes?”. La estrecha comunión que se da entre el creyente y Dios le hace santo: por vocación y por compromiso. Por vocación, pues ha sido llamado a ser santo como Dios lo es; por compromiso, pues, debe actuar en el nombre de Dios.

Sin embargo, la santidad no es una característica estática o una cualidad meramente externa. Supone una opción de vida. El Levítico nos habla del amor. Jesús va a retomar este mandato y lo aplicará a sus discípulos quienes para ser reconocidos como tales deben practicar el amor fraterno. El amor todo lo puede, nos enseña Pablo. El amor, visto en clave cristiana, no es un mero sentimiento. Va mucho más allá: es la manifestación de la comunión con Dios y de que se está continuamente en el camino de santidad.

Por eso, el amor no se limita tampoco a los más conocidos o a quienes no nos puedan caer bien. Eso es muy fácil. Ya desde el Antiguo Testamento se nos invita a extender la fuerza del amor inclusive a quienes no son nuestros amigos: no se debe guardar rencor ni odio a nadie. Hay que acoger al forastero, hay que atender a todos sin excepción. Jesús, en el sermón de la montaña, va a explicar el alcance de la ley del amor: ”Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian y rueguen por los que les persiguen y calumnian, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir el sol sobre los buenos y los malos, y manda su lluvia sobre los justos y los injustos”

NO son los crtiterios del mundo ciertamente los que nos propone Jesús. No resulta fácil, pero Él mismo nos ha dado el ejemplo con su entrega y ofrenda redentora. Ha muerto para perdonar a todos y librarlos del pecado del mundo. Ya antes, cuando planeaba el desafío de las bienaventuranzas, nos invitaba a ver la situación de persecución, de incomprensión y de menosprecio que se puede sufrir a causa de su nombre como un camino para la auténtica felicidad.

Hoy y siempre estamos llamados a ser santos. La mejor y gran manera de demostrarlo es con la práctica de la caridad, que abarca a los enemigos. No se trata de ser tontos o de no defendernos ante los ataques: se trata de asumir la realidad de identificación con Jesús y de saber perdonar en vez de odiar, bendecir en vez de maldecir…. Nada fácil en estos tiempos que vivimos particularmente en nuestra nación… Pero es la Palabra de Dios la que nos presenta el desafío. NO hay que buscar en ella lo que nos gusta o las cosas bonitas que quisiéramos se impusieran. Es la Palabra de vida que nos recuerda que estamos llamados a ser santos.

+Mario Moronta R.,. Obispo de San Cristóbal.
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