Luz de las naciones, y de los últimos rincones de la tierra

Las palabras de Juan el Bautista aluden al final de la vida de Jesús, a su muerte en la cruz, donde se manifestó su plena identidad. En efecto, Jesús murió durante la fiesta pascual judía. Según el evangelista san Juan, la muerte de Jesús ocurrió mientras en el templo se sacrificaban los corderos para la celebración de la fiesta de pascua. En tiempos de Jesús, el sacrificio del cordero pascual se ofrecía también como un sacrificio para el perdón de los pecados. Jesús es el cordero que Dios ofrece en la cruz para quitar el pecado del mundo.
El evangelista san Juan lo deja entender claramente cuando señala que a Jesús crucificado no le quebraron las piernas para que se cumpliera la Escritura (Jn 19,36). Pero el pasaje al que alude el evangelista es el de Éxodo 12,46, que dice que al cordero pascual no se le debe quebrar ningún hueso. Juan el Bautista anticipa con sus palabras este reconocimiento y ese destino de Jesús. En aquel día, mientras en el templo se ofrecían centenares de corderos para que el pueblo de Jerusalén celebrara la pascua, Dios ofrecía en la cruz al único cordero que nos trae la salvación, que quita el pecado del mundo.
Cada vez que nosotros repetimos esas palabras antes de la comunión ponemos nuestra fe en Jesús, hacemos una profesión de fe y confianza en Él. Celebramos la pascua de Dios al comer la carne del Hijo del Dios, el cordero que Dios ofreció por nuestra salvación y que llevó sobre sí el pecado del mundo para librarnos de él. La pascua que celebraban los judíos era un anticipo que encontró su plenitud en la pascua de Jesús. Si aquella pascua era una celebración de la libertad política y de la dignidad del que es dueño de su vida, en Cristo obtenemos la libertad del pecado para hacer el bien y la dignidad de los hijos de Dios para vencer la muerte.
Al concluir el tiempo de la Navidad, en este segundo domingo del tiempo ordinario, la Iglesia nos invita todavía una vez más a meditar sobre esos pasajes del evangelio según san Juan que tienen que ver con el inicio del ministerio de Jesús. El evangelista san Juan no narra el bautismo de Jesús por Juan, sino que Juan da testimonio y dice que vio al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y posarse sobre Jesús. Dios lo había instruido, que esa sería la señal para que reconociera al Hijo de Dios, al que vendría con un bautismo que no solo limpia de los pecados, sino que otorga el don del Espíritu para que quien lo reciba nazca de nuevo como hijo adoptivo de Dios. De esta manera, así como el Padre había hablado desde el cielo durante el bautismo de Jesús para declarar que Jesús es su Hijo, ahora en este pasaje es Juan el Bautista el que da testimonio de que Jesús es el Enviado de Dios.
Para acompañar este evangelio, se nos propone una lectura del profeta Isaías, en la que Dios, por boca del profeta, presenta a su siervo. Siempre hemos entendido que esas palabras tienen su pleno cumplimiento en Jesús: Te voy a convertir en luz de las naciones, para que mi salvación llegue hasta los últimos rincones de la tierra. Si la identificación de Jesús como cordero de Dios nos parece demasiado judía, su identificación como luz de las naciones es universal. Jesús es pertinente y tiene algo que decir a todo hombre y mujer sea de la nación, de la cultura, o de la época que sea. Él es luz para iluminar las tinieblas que agobian a la humanidad: la oscuridad de la muerte, del mal, del pecado, del sinsentido.
Hoy se nos plantea un reto grande. En nuestra cultura, Jesús que es luz de las naciones, de hecho queda al margen de muchos planteamientos personales. La luz de Jesús parece innecesaria, insuficiente o incluso inadecuada. La luz es necesaria allí donde se experimenta la oscuridad. Pero ocurre que cada vez más personas se contentan con luces pequeñas que apenas alumbran para caminar día tras día. Se sabe que hay una gran oscuridad más allá, pero se renuncia a plantearse las grandes preguntas que harían penetrable esa oscuridad. Nos conformamos con vivir rodeados de oscuridad y para que esa oscuridad no pese, nos entretenemos en el día tras día de la distracción y la evasión. Quienes se conforman con vivir así no echan en falta a Jesús. Por eso quizá uno de los grandes retos que tenemos por delante consiste no sólo en anunciar a Jesús como luz, sino mostrar también las tinieblas que nos rodean y en las que vivimos y que él viene a iluminar.
Son las tinieblas de la muerte que mina gravemente el valor y la consistencia de la vida; las tinieblas del mal y del sufrimiento humano que nos cuestionan incluso acerca de la posibilidad de que haya un Dios en el cielo; las tinieblas del pecado y de la perversidad humana que cuestionan el valor de la ética y de la moral. Estas son tinieblas universales, que afectan a los hombres y mujeres de cualquier raza, nación o cultura. Creemos que Jesús es capaz de iluminar esas tinieblas y oscuridades, permitiéndonos así vivir con sentido y alegría. Por eso proclamamos a Jesús como luz de las naciones.
Hoy hemos repetido en el salmo responsorial la frase con la que Jesús asume su misión de ser cordero de Dios y luz de las naciones: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”. La identidad de Jesús implica una misión, una obediencia. El cordero de Dios nace para ofrecerse en sacrificio que libera de las tinieblas del pecado. El que es luz de las naciones debe pasar él mismo por la oscuridad de la muerte para iluminarla desde dentro.
Nuestra respuesta a Jesús es hoy el agradecimiento, la renovación de nuestra fe en él, el propósito de darlo a conocer a tantas personas que todavía no lo conocen. La misión de Jesús se prolonga en nuestra propia tarea misionera y evangelizadora, para que hasta los que viven en los confines del mundo lo conozcan, lo amen y ponga su fe en él.
Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán