La corrupción tiene amigos

Llama la atención que en los diccionarios de ética filosófica o teológica no aparece reseñado el vocablo honradez ni su contrario corrupción. Es urgente configurar una ética civil y una moral pública en las que la honradez sea el criterio para medir la excelencia moral de las personas y la honorabilidad de los ciudadanos. A pesar de las raíces cristianas de nuestra cultura sentimos cierta nostalgia de no ser “pájarobravos” y tener la misma astucia de aquellos que logran burlar toda norma y se enriquecen, provocando envidia más que repugnancia.

Junto a la honradez hay que situar con casi idéntica significación: integridad, rectitud, probidad y honestidad. Honrado es el que está bien reputado y merece por su virtud y buenas partes se le haga honra y reverencia, según Covarrubias. No parece tener buen cartel en nuestros días, pues quien pasa por un cargo “donde hay” y no “se aprovecha” para aumentar su propio peculio, es catalogado más bien de tonto. La historia republicana está plagada de numerosos funcionarios que entraron sin mayor peculio y terminaron siendo magnates de holgada posición económica.

La corrupción es un fenómeno omnipresente en el tiempo y en el espacio; acompaña siempre al poder como hija inevitable, aunque ilegítima. Su elemento especificador es el de desvirtuar, es decir corromper, lo que debiera estar en función del interés público o general y hacer que funcione en interés privado. Los daños que acarrea la corrupción son evidentes, tanto en el plano personal, pérdida de la autoestima, como en el social ya que debilita la credibilidad. El tejido social se debilita, enferma o muere, cuando el cinismo y el caos generan un “sálvese quien pueda”. La ley de la selva y no la racionalidad y la equidad es la que se impone dando pie a mayores injusticias.

La democracia trata de imponer un mínimo ético para evitar la corrupción, promoviendo la autonomía de los poderes para que exista un equilibrio entre los diversos factores que provoca el ejercicio de cualquier poder, que es casi siempre, insaciable en buscar satisfacer los intereses propios antes que los colectivos. Son demasiados, y en muchos casos, evidentes los casos de corrupción que se denuncian en nuestros predios. El secuestro de los poderes por parte del ejecutivo hace que la impunidad reine, y el corrupto aparezca como un funcionario “exitoso”.

Sin libertad, de expresión y de información; sin la coacción que lleva a quien denuncia a ser visto como “desestabilizador” del sistema, es muy difícil que la honradez se enseñoree de la sociedad como virtud deseable. La complicidad juega un papel importante. No es posible que ante las denuncias de corrupción, por ejemplo, de algunos gobernantes latinoamericanos, aparezca de inmediato la solidaridad de sus pares de otros países, sin dar lugar a que se investigue la desaforada sed de riqueza para que la justicia determine la trasparencia o las trapisondas que se acoraza en el poder.

Necesitamos optar por mirar la realidad “desde el otro” (sobre todo desde el marginado, el desechado), frente a los egoísmos del poder que no quiere dejarle espacio “a los otros”, y del poseer a toda costa, surgiendo nuevos ricos que nadan en la abundancia arrogante y no trabajada. Hay tarea para rato porque no se puede abandonar la esperanza que construye pues los malos ejemplos hay que desecharlos.

Mons. Baltazar Enrique Porras Cardozo
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