El rito de las palmas

La Semana Santa comienza este domingo que lleva un nombre doble: de Ramos y de la Pasión del Señor. Ese doble nombre remite al doble significado de este día. La bendición de ramos y sobre todo la procesión con los ramos evoca hacia el pasado la entrada de Jesús a Jerusalén cuando el pueblo de la ciudad santa lo acogió como el Mesías esperado y el Salvador. Esta procesión de los ramos también anticipa hacia el futuro la venida de Jesús como rey al final de los tiempos, cuando sus discípulos saldremos a su encuentro con las palmas de las buenas obras en las manos para acogerlo y recibirlo como nuestro salvador y redentor. Así como los habitantes de Jerusalén aclamaban a Jesús diciendo ¡hosanna! ¡Viva el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!, así también nosotros lo aclamaremos reconociéndolo como nuestro Rey y Salvador.

Hoy en el rito de las palmas acogemos a Jesús en la fe, lo recibimos en su Palabra y en la Eucaristía y lo abrazamos en el pobre, en el pequeño y el marginado, pues como él mismo dijo cuando lo hicieron con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicieron (Mt 25,40). Este domingo es, pues, de manera especial, un día para renovar nuestra fe, nuestro reconocimiento y nuestra adhesión a Jesús, a quien seguimos y a quien recibimos llenos de alegría. Es un domingo en el que el júbilo pascual se muestra principalmente en este rito de las palmas que aclama la victoria de Jesús sobre la muerte y lo reconoce como aquel que da la vida a todos los que lo reciben por la fe.

Miramos hacia el futuro cuando Dios establecerá definitivamente su Reino, y nos esforzamos por hacerlo presente en nuestras decisiones, en nuestras opciones, en nuestras acciones. Llevar las palmas en las manos es un signo vacío, si no va acompañado de actitudes y acciones que indiquen que Jesús verdaderamente reina en nuestras vidas y que procuramos hacerlo reinar en la familia, en el ámbito laboral y en la vida comunitaria en sus variadas dimensiones.

Por otra parte, otro rasgo especial de este domingo es que en él se lee uno de los relatos de la pasión del Señor. Este año acabamos de escuchar el relato de la pasión según san Mateo. Este relato transcurre entre dos oraciones de Jesús. Después de la cena, Jesús se retira con sus discípulos a un huerto cercano, y allí se postra en tierra y ora por tres veces: Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; pero que no se haga como yo quiero, sino como quieres tú. Esta es la oración de la total obediencia, de la total disponibilidad y confianza en Dios. Es la oración modelo para nosotros cuando oramos en la adversidad. Es legítimo pedir vernos libres de la adversidad; pero es signo de la total confianza en Dios saber que estamos en sus manos incluso en la adversidad. Que no se haga como yo quiero, sino como quieres tú. ¿Quiere Dios la pasión de Jesús? ¿quiere Dios nuestra enfermedad, nuestros dolores, nuestros sufrimientos? Dios quiere que le digamos sí a la vida, sí a la esperanza, sí al amor, sí a la verdad, sí a la obediencia, sí a la responsabilidad incluso a través del sufrimiento, de la enfermedad y del dolor. Eso es lo único que puede significar “la voluntad de Dios” en momentos de adversidad. La voluntad de Dios no es la adversidad que debemos vivir, sino la vida, la responsabilidad y la fe que se deben mostrar no obstante la adversidad. Dios quería de Jesús su obediencia hasta la muerte, y una muerte de cruz, pues en la obediencia de Jesús se realiza su misión como Hijo.

La otra oración de Jesús, pareciera de signo contrario, y es la que pronuncia en la cruz, casi al final del relato de la pasión. Los evangelistas registran esta oración en arameo, como para subrayar el impacto de esta oración en su memoria. Elí, Elí, ¿lemá sabactaní?, que quiere decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Para esta oración Jesús se vale del inicio del salmo 22. Es un grito que manifiesta el alcance de la primera oración: que no se haga como yo quiero, sino como quieres tú. El abandono de Dios consiste en dejar que los acontecimientos sigan su curso, en abstenerse de intervenir para cambiar el desarrollo de los hechos. El abandono no significa la indiferencia del Padre, ni significa el rechazo de Dios. El Padre mismo está implicado en el sufrimiento del Hijo. Pero la existencia humana, la de Jesús y la nuestra, está sembrada de dolores, de rechazos, de frustraciones, y Dios sabe que maduramos, nos purificamos, crecemos a través de esas pruebas. Asumimos plenamente nuestra condición humana y nuestra condición de creyentes cuando combinamos y mantenemos las dos en los momentos de oscuridad. El amor de Dios y de Jesús por nosotros encontró su plena manifestación en que Jesús asumió la cruz, no se escabulló de ella. Dios nos ha mostrado su amor ya que cuando aún éramos pecadores Cristo murió por nosotros (Rm 5,8). El grito de Jesús es el grito de la total soledad en el dolor, pero es también el grito al único que le puede dar sentido a su dolor: Dios mío, Dios mío. La pasión y la gloria se combinan hoy en la persona de Jesús, y nos muestran que el camino de la gloria pasa por la pasión.


Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán
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