Cañizares con capa magna

Hablando de los bárbaros, cuenta algún historiador que éstos provocaron la primera gran revolución de la moda cuando cayeron sobre el Imperio con su faldones cortos, vestimenta que se fue imponiendo en el gusto popular al tiempo que la Iglesia seguía defendiendo la longitud de las prendas, según el canon romano clásico. Esta dialéctica entre lo corto y lo largo daría para un jugoso análisis estructural -de los de antes-, pero lo dejamos para otro momento.
El caso es que con la herencia textil del Imperio, más cierta combinación de sencillez, dignidad y nobleza, la Iglesia fue elaborando los códigos de sus vestiduras, tanto las litúrgicas como las propias del rango eclesiástico. Como en tantos otros usos religiosos, lo pagano se incorporaba con soltura. Por ejemplo, llevar la túnica ceñida -y no como si fuera un camisón holgado- era señal en la Roma clásica de educación y seriedad, así como mostración de que el individuo se hallaba en actitud activa. Pues bien, el cíngulo, o cordón, se incorporó naturalmente a la túnica litúrgica, o alba, de los presbíteros. Incorporaciones como ésta se sucedieron siglo tras siglo, a veces con sentido espurio. Cuando en el XVI floreció la industria de los encajes, los roquetes -alba corta- se poblaron de bordados y puntillas, y así continúan en nuestros días.
Pero volvamos a la capa magna, heredera del manto papal -que había sido el de los césares-, y para la que los teólogos encontraron el simbolismo de la resurrección y de la gloria, como rasgo textil de la soberanía.
Hoy en día la capa magna apenas se utiliza, aunque acabamos de ver al cardenal arzobispo de Toledo, Antonio Cañizares, luciendo una espectacular en una solemne ceremonia celebrada en el Instituto de Cristo Rey Sumo Sacerdote, concretamente en su casa central, un seminario enclavado en la Toscana italiana, en Gricigliano, cerca de Florencia. Sucedió el pasado día 5 de julio durante la ordenación de dos sacerdotes de esta asociación de vida apostólica, fundada en 1990. Cañizares presidió la liturgia, celebrada según el ritual tridentino, ya que este instituto lleva como insignia la fidelidad a la misa de San Pío V. Unos cinco metros de tela roja se deslizaron a las espaldas del cardenal, en consonancia con la devoción que vestimentas similares parecen despertar en los eclesiásticos del instituto.
Es decir, la capa magna existe, pese a que el Papa Pío XII ya había promulgado en 1952 un «motu proprio» en el que recortaba ciertos excesos de las vestimentas cardenalicias. Pero sería en 1969 cuando Pablo VI -mediante la «Instrucción sobre vestido, títulos y escudos de amas de cardenales, obispos y prelados»- establecería que «la capa magna, siempre sin armiño, no será obligatoria; y solo puede utilizarse fuera de Roma, en circunstancias especialmente solemnes». Desaparecía así la llamada capa magna «de invierno», la que se remataba con un capote de piel o pelo blanco, generalmente de armiño.
Imaginamos una razón para prohibirla en Roma. La cola de una capa se denomina «train» en inglés, de modo que en un acto con varios cardenales se formaba un convoy interminable. Si un tren de Alta Velocidad necesita un andén de 400 metros de longitud para desenvolverse, el colegio cardenalicio requeriría un corredor de no menos de 500 metros para procesionar.
Volviendo al presente, cierto amigo, al ver las fotos que aquí se muestran, exclamó: «¿Qué tiene esto que ver con Jesucristo?». Es la pregunta básica. La capa magna será todo lo mayestática que se quiera, pero parece mejor recluir en museos las seculares adherencias impropias y excesivas. El resto es añoranza.
Javier Morán (La Nueva España)