El Papa pacificador

La visita del papa Ratzinger a Valencia ha tenido –es ocioso decirlo– dos dimensiones superpuestas, indisolublemente unidas, que sin embargo admiten y aun requieren el análisis por separado: la religiosa y trascendente, que afecta exclusivamente a la comunidad católica, y la política, que concierne e interesa a toda la sociedad.

Estas líneas versan exclusivamente sobre este último aspecto del viaje papal, que sin duda ha resultado mucho más importante de lo que cabía presagiar, y de lo que seguramente esperaban ciertos sectores de la jerarquía eclesiástica española.

Benedicto XVI, un teólogo de dilatada y acreditada preparación y de abundante experiencia en el mantenimiento de la ortodoxia católica, ha venido a España en actitud conciliadora, dialogante y respetuosa, a difundir su propio mensaje sin descalificar a quienes piensan distinto, y se ha comportado con afabilidad y simpatía con las autoridades españolas de todos los colores.

Se ha guardado de criticar las reformas legislativas impulsadas por este Gobierno, ha departido con Rodríguez Zapatero y su esposa –en términos “mucho más cordiales de lo esperado”, según fuentes de la Moncloa–, ha piropeado a la vicepresidenta Fernández de la Vega –su presencia al frente de las relaciones con el Vaticano garantiza que “están en buenas manos”–, ha acogido con naturalidad el hecho de que el jefe del Ejecutivo no fuese a la misa que cerraba la visita, ha omitido cualquier referencia a cuestiones internas de política española y, en definitiva, ha extendido un manto de bonhomía, tolerancia –que nada tiene que ver con el relativismo– y buena fe que, además de haber situado en otro plano las relaciones entre el Gobierno y la Santa Sede, ha dejado descolocado y en ridículo al sector más politizado y beligerante de la curia que sale a la calle a manifestarse contra ciertas decisiones del Parlamento y que pretende imponer sus tesis no sólo en cuestiones lindantes con la fe y las creencias sino también en asuntos relacionados con la naturaleza del régimen y los elementos materiales del sistema. La defensa de la unidad de España es el último hito en esta escalada de injerencias que necesariamente recuerdan la vieja y nefasta alianza del altar con el trono absolutista y con la espada.

En la tensión existente entre el Gobierno Zapatero y la jerarquía católica no sólo cabe culpar a esta última: también ha contribuido sin duda a crearla cierto tono arrogante y despectivo del Ejecutivo al impulsar determinadas reformas, ofrecidas en el programa electoral del PSOE y reclamadas por su clientela mayoritaria. El caso es que el conflicto no tiene por qué producirse si ambas partes se mantienen en sus respectivos territorios. Porque no es incompatible la defensa de “la maravillosa realidad del matrimonio indisoluble entre hombre y mujer” que ha propuesto Benedicto XVI, con una legislación civil que dé acogida a esta institución y a otras más que también disfrutan de demanda social. Muchos laicos heterosexuales tienen como ideal de vida una unión como la que predica la Iglesia católica, que infortunadamente no ofrece fórmula alguna a la minoría homosexual, que seguiría postergada –cuando no perseguida por impulsos inquisitoriales de los que la Iglesia fue adalid– si el Estado laico no la amparara civilmente y le ofreciera una opción igualitaria y respetable.

Parece, en fin, que en tanto sectores relevantes de la jerarquía eclesiástica española reclaman poder e influencia terrenales, el papa Ratzinger avanza por los caminos evangélicos que postulan dar al césar lo que es del césar y a Dios lo que es Dios. El sucesor de Juan Pablo II, menos vehemente que este, está mostrando una fisonomía más sutil y seductora, una gestualidad pacífica y abierta al otro, dispuesta al diálogo –lo reconocen los teólogos heterodoxos que fueron un día contendientes de Ratzinger en el Santo Oficio– y poco interesada en los afanes políticos de sus clérigos. Incluso cabe pensar que el alemán Ratzinger atribuye la politización de sus obispos españoles al proverbial anacronismo de una comunidad católica que aún no se ha aclimatado completamente a la modernización.

El todavía portavoz papal, el español Navarro Valls, se dice que con no muy buenas relaciones con el actual Pontífice y a punto de marcharse del Vaticano, habría fortalecido esta tesis del anacronismo autóctono con sus airadas declaraciones contra Zapatero por no acudir a la misa papal. El hecho de que los dictadores Jaruzelski, Daniel Ortega y Fidel Castro hubieran asistido a los oficios religiosos es argumento para reprochar la incoherencia de los autócratas con sus propias ideas y no para criticar a quien ha sido respetuoso y consecuente con su concepción laica del Estado.

Antonio Papell (Las Provincias)
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