No es fácil que nos suceda el terrible accidente que sufrió Alberto Fernández, un mecánico de cuarenta y tres años. Le gustaba mucho andar en moto. Su itinerario preferido era Barcelona – Villafranca del Bierzo. En una ocasión se salió de la carretera; cayó por un pequeño barranco, se sintió mal. Llevaba teléfono móvil y avisó al 112: “Siento malestar general y me parece que se me ha roto la pierna; me he caído de la moto a un ribazo; vengan, por favor a socorrerme”. Le preguntaron el lugar donde se encontraba, pero él no supo responder. Había perdido la noción espacio – temporal. Sólo sabía que había salido de Barcelona y marchaba hacia su pueblo. A pesar de todo se movilizaron con helicópteros. Le llamaron varias veces, pero el teléfono ya no estaba en servicio. Tardaron veinte horas en encontrarlo en un pequeño terraplén, a cuatro metros de la carretera. Pero había muerto. Fue un suceso muy comentado en septiembre del 2007. Todavía lo recuerdo y me estremezco al pensar en aquellas horas que pasó hasta morir el pobre Alberto.
Una persona tiene durante su existencia muchos momentos de debilidad; se encuentra sin fuerza, sin ganas de nada, como impotente. Pero hay circunstancias especiales en las que está en juego la propia vida; esos instantes deben de ser tremendos. Sentirse solo, totalmente aislado, oyendo el ruido del paso de las personas por los cuatro costados, sin poder hacer nada más que esperar...
No es fácil que nos ocurra lo mismo que a Fernández, pero tarde o temprano nos hemos de encontrar con la alternativa vida – muerte. Y es necesario estar preparados. Sacar fuerza de nuestra propia debilidad, como San Pablo que decía “Pues cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte” (2ª Cor. 12,10). Fomentar como los santos la virtud de la esperanza dentro de una gran paz interior. Y no es asunto difícil. Basta ejercitarse durante la vida, ir aceptando y haciendo frente a circunstancias imprevistas y no deseadas. Dios siempre está con quienes le aman y “aunque pase por valles de tinieblas, ningún mal temeré”.
El consuelo mayor en los momentos supremos está en la confianza en el Señor, y la tranquilidad de conciencia de haber vivido en combate con el egoísmo y con los ojos abiertos para ayudar a nuestros semejantes; la satisfacción del deber cumplido; mi fe y mi amor a Dios.
Vivir preparados para todo. Porque del Señor venimos, en Él vivimos, y del Señor somos.
José María Lorenzo Amelibia
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