Mañana su fiesta, la de Todos los Santos:
Había escuchado tus íntimas cuitas: siempre te creíste importante, pero muy pocos lo reconocían. Caminabas en soledad, aunque no solitario. Solías vivir muy cerca de tus hermanos. Siempre habías gustado de las montañas. Cubrías las cimas más destacadas de tu región. Al coronarlas, depositabas tu tarjeta en los buzones de sierras con nombre propio.
Con frecuencia tu ascensión resultaba penosa. Tus pies hollaron la nieve y tu rostro recibió el azote del huracán helador. Y... en muchas cumbres no encontrabas señal alguna: aquellas crestas , aunque muy elevadas, carecían de nombre propio... y casi tocaban el cielo: ¡Picos anónimos!
También existen los santos sin nombre, pensaste. ¿Qué más da si nadie reconoce tu entrega generosa, tu esfuerzo por servir a Dios en el prójimo, tu hambre y sed de las alturas?
Día uno de noviembre. Es la fiesta de los santos. El santo de verdad, jamás ha soñado ni deseado la gloria de su canonización después de la muerte. Hubiera caído en vanidad, inconcebible para El. Ya no sería eximio en perfección. Lo habrás leído muchas veces: los hombres de gran talla en la virtud se han juzgado a sí mismos como indignos pecadores.
Benditos los santos anónimos. Vivieron ayer en nuestra compañía. Ellos nos dieron ejemplo en el carmenar sencillo de cada día, en su generosidad y espíritu de sacrificio. También sabían levantarse de sus imperfecciones.
A nadie se le ocurre ponerlos sobre el pedestal. Su fiesta es hoy.
José María Lorenzo Amelibia
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