Para todo el mundo clerical y seglar, obispos sobre todo XII A LA SOMBRA DE LA IGLESIA DE SAN JUAN
Testimonio humano - espiritual de un sacerdote casado.
La vida de un cristiano, sacerdote, padre y abuelo
| José María Lorenzo Amelibia
XII A LA SOMBRA DE LA IGLESIA DE SAN JUAN
Parroquia de San Juan: grande, catedralicia, corazón de la ciudad. Para mí inspira recuerdos religiosos. Crisis de mi fe incipiente. Horas de oración junto a el Sagrario de plata. Este verano permanecía muchos ratos sentado allí, en el mismo lugar de las largas meditaciones de mis años mozos.
Iglesia familiar en la que hemos celebrado los grandes acontecimientos de nuestra vida. Primera comunión y Misa, funeral de mi padre, boda de mi hermano, bautizo de dos sobrinos.
Algo se ha modificado desde aquellos tiempos. Ya no existe la custodia mecánica, barroca porque - decían los rectores del templo - ya no rimaba con la época posconciliar. Sería algo espectacular pero inspiraba devoción. Cuando el órgano de tubos desgranaba los primeros acordes del "tantum ergo", el sacristán, situado detrás del altar, daba vueltas a un manubrio y comenzaban a ascender, como el sol de la mañana, unos rayos dorados que poco a poco se convertían en inmenso abanico circular de dos metros; y en el centro, la Sagrada Hostia expuesta triunfalmente para la adoración de los fieles.
Los muy liturgos protestaban de aquel modo artificial de exponer a su Divina Majestad. Mi opinión es que no debiera haber desaparecido. Se ha querido actualizar la liturgia y se ha perdido gran cantidad de detalles íntimos y entrañables de una piedad multisecular que en ningún modo iban contra dogmas y fomentaban la religiosidad del pueblo.
Junto a aquella custodia se celebran solemnes novenarios. El de la inmaculada era acogido por una inmensa multitud devota. Miles de personas abarrotaban el templo. Predicadores de fama conseguían transformar el corazón de muchos que al finalizar los actos caían arrodillados a los pies del confesor con el deseo de mejorar sus vidas.
- Dios es Padre; inmensamente padre; infinitamente madre. Millones y millones de padres... millones y millones de madres. Así decía un predicador. Aquello era verdad entonces y lo sigue siendo ahora.
¿Dónde estarán los huesos de aquellos curas ancianos de mi parroquia? Don Benito San Miguel: Pocos días después de que llegáramos a la ciudad visitó a mi padre no sé para qué. Al entrar yo en casa, vi en el colgador del hall algo nunca visto en casa: un sombrero de teja. Algún cura tenía que estar dentro. Naturalmente que mi primer impulso se realizó: colocar aquel gorro en mi cabeza. Me cubría hasta la nariz. No pude mirarme al espejo pero seguro que parecía un hongo del país de las tinieblas. Don Nicolás Asiaín, Don Anacleto, Don Alejandro Zuza. ¡Qué curas más viejos! Encontré otro tan sumamente anciano que iba tocado con la auténtica teja doblada por ambas alas hacia arriba. Aquél tuvo que presenciar hasta las guerras carlistas.
La iglesia se fue modernizando. Había que colocar calefacción. Para ello excavaron un enorme foso de unos cinco metros en el pórtico Norte. Los peques contemplábamos atónitos la labor de los albañiles. Desenterraban decenas y decenas de esqueletos de tiempos antiguos en los que las Iglesias eran cementerios. Algunos salían con pelo. Sobre el bordillo de la casa del sacristán situaron dieciocho calaveras con unas cuencas en los ojos y de la nariz enormes. Un peón besaba algunos huesos en plan de risa para causarnos miedo. No nos daba terror aquello. Yo pensaba: ¡Qué lío el día de la resurrección! ¡Qué enorme tableteo de costillas, clavículas, y dedos para dirigirse cada uno al sujeto a quien perteneció! ¡Sólo Dios podría armar aquel inmenso rompecabezas! Los muertos fueron trasladados a la fosa común. Los vivos nos calentábamos alegres con aquella calefacción. Las viejas colocaban sus sillas arrimadas a la reja del aire tibio para templar sus riñones mientras rezaban. "San Juan" fue ya del todo acogedora.
Así se fue acercando el día de mi primera comunión. Ya tenía ocho años bien cumplidos. En Oyón no la hice. Don José nos llamó a los que íbamos a cumplir siete años y nos colocó en fila, apretujadillos nos pusimos. Cuando pronunció mi nombre dije:
- Yo no voy a hacerla este año.- ¿Por qué, si pronto tienes ya la edad? - Es que mi madre no me deja. (¡ Mal sentó a mamá aquella frase!) - ¿Pero no sabes decir las cosas como son? - ¿Por qué has dicho eso? - ¿Qué van a pensar de nosotros? - Haber dicho lo que es: como tengo todavía poco sentido, mis padres han pensado que es mejor hacerla el año que viene. ¡Menudo lío! Con lo fácil que era decir: mi madre no me deja.
Ahora sí que se acercaba de verdad el día. No sé qué sentido tendría yo antes. Sólo sé que la madurez actual no era demasiado superior para tal acontecimiento. Aunque, como en tierra de ciegos el tuerto es rey, mi persona parecía una de las más capaces. Comenzó la preparación para el encuentro con Jesús en la Eucaristía. Muchas cosas nos enseñaban las catequista en en Centro Parroquial. Una tarde entró Don Pedro Alfaro envuelto en su manteo. Saca un breviario, lo abre y de entre las hojas extrae una hostia grande, redonda, como las de la Misa. No dice mostrándola:¿Qué es esto que tengo en mis manos? (Todos) - El Cuerpo de Jesucristo. - No. Si hubiese sido el Cuerpo del Señor, todos os debierais haber arrodillado para adorarlo. Nosotros mirábamos con los ojos muy abiertos. - ¿Si mañana en la Misa lo coloco sobre el Altar y digo las palabras de la consagración? - Entonces estaría Jesús. - Muy bien. Pero ahora es sólo pan sin levadura.
- Vais a pasar a comulgar "de mentirijillas", para que aprendáis. Yo depositaré sobre vuestra lengua un trocito de este pan. Vosotros lo tragaréis sin tocarlo con la mano. Si se os pega al paladar, lo despegáis suavemente con la lengua. No es pecado tocar la forma con los dientes. Pasamos todos muy formalitos. Todos menos uno que colocó sus manos sobre la cabeza y volvió bailoteando. Don Pedro le corrigió con bondad. Había que recibir la comunión con gran compostura, con los brazos cruzados o con las manos juntas. Después, en nuestro sitio, nos pondríamos de rodillas y cubriríamos con las manos nuestros ojos para estar más recogidos.
Llegó la fecha tantas veces soñada. Yo me sentía muy importante. Me repetía por dentro que había llegado "el día más feliz de mi vida" porque Jesús entraría en mi corazón. - Os daremos agua bendita con el hisopo a la entrada de la Iglesia. Como a los señores obispos. (Nos decía Don Pedro Alfaro).
La víspera nos confesamos. Aquello me impresionó, pero no me dio miedo. Diez niños en cada confesonario aguardábamos el momento. Ninguno nos movíamos para hacer nuestra acusación. Don Pedro dice entonces con voz pastosa: ¡"Amelibia"! Fui el primero en confesarme. No sé qué contarían al cura los demás críos. Yo, que era de los mayores, sólo me acusé de los pecados que mi madre me había dicho que tenía. Una vez hecha la primera comunión acostumbrábamos a recibir el sacramento de la penitencia en formación desde la escuela los primeros jueves de mes. En poco más de media hora nos "liquidaban" a todos. Un chaval mayor nos decía: - Cuando veáis que pego varias veces en el suelo con la bota, voy a terminar. Todos atendíamos aquella contraseña con regocijo. Ninguno de los tres hermanos nos contentábamos con la penitencia mensual. Los sábados por la tarde acudíamos al templo para reconciliar nuestras inocentes conciencias. Rápida era la preparación y veloz la acusación. Garbayo, el confesor preferido. No tardaba más de medio minuto por persona. La amonestación jamás variaba: "Ten mucha devoción al Corazón de Jesús, y en penitencia reza un Credo."
Con el tiempo, este sacramento fue objeto de mi preocupación de conciencia. No sabía de seguro si una palabra que dije sin darme cuenta era blasfemia o no. Mi lío era grande. Por una parte no podía decir un pecado grave que no había cometido, porque constituía sacrilegio. Por otra, si dejaba de acusarme de un pecado mortal, mi confesión era mala. ¡Con lo sencilla que es la cosa en la práctica!
Poco a poco se iba perfilando mi temperamento. Comenzaba una fuente de dolor sicológico que no cesaría hasta pasados los veinte años, cuando estudié teología moral.
Pero volvamos al día grande. Al más feliz de mi vida.La Iglesia abarrotada de gente. La araña central encendida. El órgano lanza al aire sus más bellos acordes. El templo, un ascua de luz. Han colocado en el presbiterio unos bancos de madera. A la derecha, los niños; a la izquierda, las niñas. Me encuentro a gusto en mi traje azul de marinero. Lo compraron con las cien pesetas que me echaron aquel año los reyes, más algún durillo. El sacerdote sube, revestido con una capa blanca bordada en oro. ¿Quién iba a decir entonces que yo mismo me la colocaría quince años más tarde? Don Pedro nos explicaba muchas cosas piadosas: - Pedid por vuestros padres, por las misiones. Decidle a Jesús que vais a ser siempre buenos. Yo le repetía todo aquello al Señor. También acudí de los primeros a recibir la Eucaristía: junto a una niña que quince años más tarde iba a ser familia por casarse con mi hermano. Un crío muy inconsciente me decía al regresar con la sagrada Hostia en la boca: - Ya me la he tragao, ya me la he tragao. ¿Tú? Yo procuraba pedirle al Señor muchas cosas, pero en seguida terminé y muy pronto salimos de la Iglesia. Nos invitaron a desayunar en el Centro Parroquial.
A lo largo de la mañana recorrí las casas de amigos y conocidos, para que me dieran un beso y dinero. Así era la costumbre. Se me hacía muy raro eso de que te besara todo el mundo. Sobre todo los viejos. Me daba como un poco de reparo. El tío Pepe asistió a la ceremonia. En total saqué ciento dieciséis pesetas. Sirvieron para pagar las fotos. Por la tarde al Puy; junto a la Virgen. Allí renovamos las promesas del Bautismo. Al subir a la colina pensaba: "Hoy es el día más feliz de mi vida. Pero yo no me siento feliz. Tampoco me siento triste. Desde ahora querré más a Jesús."
Día 3 de junio de 1943: la Ascensión del Señor. Jamás volverá a caer esta fiesta en junio mientras yo viva. Fue jornada radiante, cálida, luminosa. "Tres jueves hay en el año que relumbran más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión." También me repetía muchas veces durante la jornada este dicho.
Al día siguiente comulgué, y al siguiente, y al siguiente. Nunca quería separarme de Jesús. Mis comuniones fueron diarias desde entonces. Cada vez la Eucaristía me llenaba más. Para que ahora vengan ciertos "teólogos" a negar o disimular la presencia real de Jesús. Don Alejandro Zuza era el cura de los niños. El nos animaba: - Mañana a la "misica" de ocho. Los chavales más finos asistíamos. No importaba el madrugar. Veíamos el ejemplo de Don Eulalio, el maestro, que siempre acudía. Allí aprendí unas fórmulas de preparación y acción de gracias antes de comulgar. Hoy todavía en ocasiones me son válidas: "Alma de Cristo, santifícame..." "Miradme, oh mi amado y buen Jesús..." "Ahora, oh Jesús mío que estáis dentro de mi, me postro a vuestros pies, confiado en que nada me negaréis. Os pido vuestra gracia que es el mayor bien; y el don de la perseverancia, para no perderla jamás. Os pido por la Iglesia, por el Papa, por la conversión de los infieles y pecadores, por los agonizantes, por las almas del purgatorio, por mis padres, por mi familia y por mí mismo. Os pido también por la paz del mundo. Oh dulce Jesús, permaneced Vos en mí y yo en Vos en esta vida y luego en el Cielo. Amén."
Caladas las gafas de Don Alejandro hasta la punta de la nariz, recitaba un día y otro día aquellas oraciones con fervor para darnos fuerza a las dos docenas y media de niños que queríamos apreciar el tesoro del Amor de los Amores. Los jueves no nos atendía directamente a nosotros. Se celebraban los "Jueves Eucarísticos". Con cantos en la Misa. Con la solemnidad más sencilla.
Hace poco tiempo, Don Miguel Sola me leía un artículo escrito por los sacerdotes actuales de San Juan. Se quejaban de que anteriormente el movimiento parroquial se limitaba al culto y citaban como ejemplo las novenas y los Jueves Eucarísticos. Me dio pena. ¡Parroquia de San Juan, quién te ha visto y quién te ve! A parte de no ser exacto lo que se dice, ¿qué es lo que ahora ofrecen a cambio?
A pesar de que no acudía mucha gente a aquellos cultos eucarísticos, se sentía el fervor y el amor a Jesús del Sagrario. Así rezábamos: "Sagrario bendito donde se oculta la plenitud de nuestro amor. A ti volarán los encendidos afectos de nuestro corazón. Desde el retiro de nuestras casas, volarán hacia ti nuestras miradas y entonaremos fervientes cantos que lleguen hasta el corazón de nuestro amado." - Del olvido e ingratitud de los hombres: te consolaremos, Señor. - De nuestra tibieza en amaros... - De los desprecios con que ofenden vuestro Sacramento... - Del desdén con que oyen vuestros llamamiento amorosos... - De nuestra tibieza en amaros... - De nuestras propias infidelidades. Os consolaremos, Señor.
La vida era sencilla, alegre. Tal vez no tanto como la de Oyón, pero más consciente. Comenzaba a vivir la religión centrada en la Eucaristía. Por algo uno de los cuarteles de mi escudo, grabado en la vidriera de mi habitación, es el Sagrario.
Margarita Beruete, maestra y catequista mía varios años, fomentaba el fervor religioso entre nosotros. Nos estimulaba. Habíamos de responder, al pasar lista, sobre la asistencia a la Misa, comunión y visita diaria: - Viva Jesús. Sí. Sí. Sí. Nada ocurría al niño que no podía responder de esta manera. Ningún premio, por otra parte, a las respuestas afirmativas. Ninguno. Sin embargo en el ambiente se respiraba religiosidad, estudio, silencio, piedad de una niñez madura. Algún pequeño, pocos por cierto, se reía de aquella "mojigatería".
En la catequesis comenzó a brotar en mí la primera semilla de vocación sacerdotal. Algo debió de ver en mí la señorita. Una tarde en que, no sé por qué, ningún crío llegó puntal al catecismo, me abordó y me dijo: - José Mari, ¿quieres ser sacerdote? - Sí; le digo, pero mis padres no tienen dinero para pagarme la carrera. - No te preocupes; el dinero saldrá. No tenía yo todavía la edad para ingresar en el seminario. Desde aquel día mi espíritu de piedad, mi oración infantil, se redobló. No perdía la alegría. No dejé de ser trasto.
Don Casimiro Saralegui, cura joven entonces, era el director de la catequesis. Existían en el Centro Parroquial unas veinte diminutas aulas con veinticinco plazas cada una. Aquel sacerdote ponía orden. Su vozarrón infundía respeto. En alguna ocasión daba sopapos a los alborotadores. Un chico mayor, que había salido de fraile, le ayudaba. Se apellidaba Toca (1). Nosotros decíamos: "Toca, pero no pega." Lo malo fue que espabiló y a veces se le escapaba algún bofetón.
Aquellos años teníamos la novenica del Niño por Navidad en el sótano del Centro: una gran bodega que podía servir de refugio en un bombardeo. Parecía las catacumbas. Un bonito Belén presidía nuestras ceremonias. Cantábamos villancicos a pleno pulmón. Aquellos pequeños cristianos son los padres de familia de ahora. ¡Qué pocos militarán en el ateísmo! La mayoría conservará su fe. Fe recia en aquel verdadero catecumenado.
La oración de Navidad culminaba con la solemnidad de los Reyes. Gran rifa en este día en el Oratorio Festivo. En el escenario, bien clasificados, aguardan cientos de juguetes. Ni siquiera tenían los curas en consideración haber acudido a la novenica. Todos los niños participan por igual en el sorteo. Con el correr de los años se bastardeó la idea y entregan los sacerdotes un boleto por cada día de asistencia a los actos de culto. A mayor cantidad de cupones, mayor posibilidad de premios. En la primera época ningún niño quedaba sin regalo. A mí me tocó un cinecromo: pequeño artilugio a modo de estampillas, sobre las que iban colocados unos papeles listados y móviles: al cambiar de posición aparecía otra imagen.
¡Oratorio Festivo de Niños! Allí transcurrían felices nuestras tardes domingueras. Gran patio para jugar. A las cuatro comenzaba la función de cine mudo, previo rezo del Rosario. Charlot y el Gordo y el Flaco hacían nuestras delicias. Una peseta nos daban de paga nuestros padres. Gastábamos veinticinco céntimos en la proyección de historietas divertidas. Después de comprar en los carrillos de la plaza algunas chucherías, nos sobraban varios céntimos para ahorrar.
La fiesta de los Reyes era ante todo familiar. La noche del día cinco lustraba yo los zapatos mejor que un limpiabotas. Había que acostarse pronto, pues, si los Reyes me sorprendían despierto, me podían castigar con una paletada de carbón en el calzado. A las seis de la mañana siempre habían llegado. Y entonces comenzaba el día más largo del año. Todavía de noche asistíamos a Misa. Había que sacar tiempo para jugar.
Muchos niños decían que los juguetes los echaban las madres. ¿Qué se habrían creído? Sus zapatos aparecerían repletos de carbón. Lo peor es que llevaban razón. Lo descubrí por mí mismo. Aquel año había encargado a los Magos una carpintería. Soñaba con ella. Pensaba construir unas cajitas para transportar fruta imaginaria en una camioneta. Me gustaba mucho registrar todos los rincones de la casa. Unos días antes de la fiesta abrí el baúl de reglamento donde mi padre guardaba la ropa de gala. ¡Qué sorpresa desilusionante! Allí estaba la carpintería que los Reyes me iban a echar. Luego todo era mentira. Me habían engañado. Me sentí muy mal y lloré en silencio. No hay derecho a esta falsedad. A nadie dije nada. Mejor guardar silencio. Construía frases feas con la palabra "encargar". Mi madre se dio cuenta de que había descubierto el embuste. Mi mujer y yo hemos decidido no dejar caer en esta trampa a nuestra hija. Mejor es saber la verdad que crear una ilusión vana.
Decían que las fiestas de Navidad terminaban con la Candelaria. Para la escuela era media vacación. Nos reuníamos y marchábamos formados a la parroquia de San Pedro. No apreciaba yo entonces la belleza de aquel templo románico. Solo percibía que los pies se me helaban. Miraba mucho a una columna en forma de serpiente que está en el prebiterio. Los sacerdotes llevaban en una jaula dos palomas, y la gente encendía sus velas. No me inspiraba mucha devoción todo aquello, tal vez por lo de los pies, que no conseguía calentarlos al salir ni a base de dar brincos. ¡Qué horror!
Al día siguiente, San Blas. La "efemérides" tenía mejor sabor: roscos, rosquillas, fruta y chocolate llevaban al templo para la bendición del santo, abogado de los males de garganta. Ininterrumpidamente, año tras año, hemos seguido con esta costumbre. Contra el dolor de garganta existen hoy otros remedios más eficaces. Pero "algo tendrá el agua cuando la bendicen." A mí me agrada esta tradición.
En Semana Santa me sentía mejor. El día de Jueves Santo recorría con mis padres todos los monumentos. Alrededor de catorce habían colocado en la ciudad. Desde muy niño, en esta solemnidad mi piedad se centraba en la Eucaristía. Me parecía que la urna donde se colocaba al Señor era como el sepulcro. Recorríamos las calles con matracas y carracas haciendo ruido.
El miércoles en la parroquia se celebraba el oficio de tinieblas. Los niños podíamos entrar al finalizar el acto religioso. ¡Dios mío, qué ruido se armaba cuando el cura escondía la vela María! En una ocasión rompieron un banco y querían tirarlo desde el coro. Garbayo se sulfuraba, y agarrando un cíngulo a modo de látigo, echaba del santuario a todos los críos. Tal vez pensaría que estaba en el templo de Jerusalén haciendo las veces de Cristo que expulsaba a los mercaderes.
"Ojorroyos" sufría manía religiosa. Recorría el Viacrucis con los brazos extendidos y se daba unos golpes tan grandes en el pecho que retumbaban por todo el recinto. Yo no oía sus oraciones, pero los chavales contaban que decía: - Un padre nuestro p'a que me para la vaca. - Un padre nuestro p'a que se mueran todas las mujeres. (?) Imponía respeto y miedo cuando le daba el ataque. Volvía los ojos y parecía que se iba a morir.
Otro visitante asiduo de capillas y lugares sagrados era una "santona", la Eustolia. Se confesaba todos los días con todos los curas. Contaban que un sacerdote cuando escuchó a través de la rejilla: "es la cuarta vez que me confieso hoy", cerrando la portezuela exclamó: -¡Lo que es conmigo, no!
En la procesión de Viernes Santo muchos niños se vestían de nazarenos. Nunca se me antojaba disfrazarme así. Prefería verlos pasar desde mi balcón, cuando las hojas de los tilos despuntaban a la vida en los comienzos de la primavera.
La noche aquella trasladaban a la Dolorosa hasta la parroquia de San Juan. Soldados romanos velaban a la Virgen, y una muchedumbre que llegaba hasta la plaza esperaba la hora del sermón. Aquel año fue Don Germán el orador. No estaban todavía instalados los modernos altavoces, y el pobre hombre se desgañitaba; la voz se le quebraba por momentos y le salió un sonorísimo gallo. Un mozo que estaba junto a mí dice: - P'a gallos a casa. Y se marchó. Don Germán: ¡Qué cura más curioso! De viejo andaba por "Los Llanos" cogiendo palitos para encender la lumbre. Y terminó buscando papeles de periódico por todos los rincones. Siendo yo seminarista nos contrataba para ayudarle en los oficios litúrgicos en todas las fiestas de Bearin y del convento de Benedictinas, donde siempre nos obsequiaban espléndidamente con un lunch.
Al finalizar la Semana Santa, me parece que aumentaba mi afición a las cosas de Dios. Construía con sillas, cajas y cajones enormes monumentos, al modo de los que veía en las capillas de la ciudad. Me servía de urna un estuche en el que llevaba las pinturas a la escuela. Y en lugar de la Sagrada Eucaristía introducía en él un platillo de gaseosa. Tal vez por esto he soñado a menudo algo curioso: repartía comuniones con estos pequeños discos de hojalata. Eran noches de pesadilla. Allí me quedaba ratos y ratos en oración de mentirijillas. Mi hermano menor participaba en estos juegos. Mi madre se desazonaba al ver el desorden que armábamos en casa. Ella tenía que volver a colocar las cosas en su sitio.
Como la noticia de mi vocación corrió en seguida, frecuentemente los frailes llamaban a mi casa para tratar de convencerme de que fuera a su convento. De Alemania habían venido para fundar en Estella los frailes del Verbo Divino. El Padre Guillermo me hablaba así: - Fíjate cuántas almas hay en las misiones que necesitan de nosotros. Todavía no conocen a Dios. - Sí, pero a mí no me gusta marcharme lejos de mis padres. Yo no quiero ir a misiones. - Mira, la vida es breve. El premio, eterno. Unos pocas años trabajando en este mundo, y el que salva un alma, tiene asegurada la suya. - Bueno, ¿y mis padres? Mi madre lloraba al ver que me habían apuntado. Fui el primero de España que se inscribió en la lista de aspirantes. El segundo, mi amigo Pedro Mari Larrión. Todas las tardes bajábamos al convento, antigua granja que compraron los padres. Nos trataban muy bien. Nos permitían correr por los huertos, meternos en los estanques, comer fruta de todos los árboles. Parecía aquello el Paraíso Terrenal. Pero a mí me causaba tristeza eso de abandonarlo todo y partir a países lejanos. No me decidía. Les dije que no. Que prefería ser cura. Yo solía ayudar a Misa. No estaba bien que un futuro sacerdote dejara de comenzar por el primer grado del escalafón: monaguillo.
El párroco me dio un papel. A fuerza de repetir y repetir aprendí el Confiteor Deo. ¡Qué difícil era! Como me costara tanto meterme en la cabeza toda la Misa... Entonces creía yo que los doce años de la carrera eran para aprender bien a celebrar el Santo Sacrificio y a confesar. Cada año nos enseñarán un poquito. Me agradaba mucho hacer de acólito. Servir las vinajeras, tocar la campanilla. Le agradecía mucho al sacerdote que me dejara un traguito de vino. ¡Qué rico aquel líquido rojo destinado a convertirse en la Sangre de Cristo.! Algunos curas más generosos hasta me daban unos centimillos de propina. Decididamente era bueno habitar junto al Altar del Señor. - ¡Señor mío y Dios mío! - le decía yo. ¡Qué cerquita de mí estaba Jesús bajo las sagradas especies!
Me probaron la voz. Pero no conseguí ser cantor. MI timbre era bueno, el oído aceptable, pero la solfa para mí era chino. Así que me despidieron y no formé parte del grupo "Pueri Cantores".
- (1) Siendo ya mayor murió de atentado terrorista, creo que fue él, en Pamplona. Tenía un cargo importante en la capital; siempre fue un gran cristiano.
Publico en pequeñas entregas la verdadera historia de mi vida de cristiano, sacerdote, padre y abuelo. Por razones obvias son supuestos los nombres geográficos de mis lugares de adulto. A muchos puede interesar.
Autobiografía.
José María Lorenzo Amelibia Si quieres escribirme hazlo a: josemarilorenzo092@gmail.com Mi blog: https://www.religiondigital.org/secularizados-_mistica_y_obispos/ Puedes solicitar mi amistad en Facebook https://www.facebook.com/josemari.lorenzoamelibia.3 Mi cuenta en Twitter: @JosemariLorenz2