Aquella inquisición en tiempos de Felipe II

Profundizamos un poco más en el siglo XVI, como en la crítica del pasado día 15. Nos viene bien para formarnos criterios. Fe, sí, pero comprendiendo ciertos abusos que no podemos aprobar. Y por supuesto, no conformes con el Evangelio.

Aquella inquisición


Inquisición doña Isabel con su fanatismo de hembra. La ciencia apaga su lámpara en la
mezquita y la sinagoga, y oculta los libros en el convento cristiano, viendo que es llegada
la hora de rezar mas que de leer. El pensamiento español se refugia en la sombra,
tiembla de frío y soledad, y acaba por morir. Lo que resta de él se dedica a la poesía, a la
comedia, a los escarceos teológicos. La ciencia es un camino que conduce a la hoguera.
Después sobreviene una nueva calamidad: la expulsión de los judíos hispánicos, tan compenetrados con el espíritu de este país, tan amantes de él, que aún hoy, después de cinco siglos, esparcidos por las riberas del Danubio.


Y con Felipe II



Muchos católicos suenan con canonizar a Felipe Segundo por la crueldad fría con
que exterminaba a los herejes; el tal rey no tenía otro catolicismo que el suyo; era un
heredero del cesarismo germánico, eterno martillo de los papas. Arrastrado por la soberbia, bordeaba continuamente el cisma y la herejía. Si no rompió con el Pontificado fue porque, temiendo éste que los soldados de España, que habían entrado dos veces en
Roma, se quedasen en ella para siempre, se allanaba a todas, sus imposiciones.

El padre y el hijo derrocharon nuestra vida en sus planes, puramente personales, de resucitar el cesarismo de Carlomagno y hacer la religión católica a su gusto e Imagen. Hasta mataron a la antigua religiosidad española, tolerante y culta por su continuo roce con el mahometismo y el hebraísmo; aquella Iglesia hispánica, cuyo sacerdote vivía en paz dentro de las ciudades con el alfaquí y el rabino y que castigaba con penas morales a los que, por exceso de celo, turbaban el culto de los infieles. La intolerancia religiosa, que los historiadores extranjeros creen un producto espontáneo del suelo español, nos fue
importada por el cesarismo germánico. Era el fraile alemán, que llegaba con su brutalidad
devota y su locura teológica, no templada, como en España, por la cultura semita. Con
su intransigencia provocaba la revolución de la Reforma en los países del Norte, y, arrojado de ellos, venía aquí a renovar en tierra nueva su incultura y su fanatismo. El terreno estaba bien preparado. Al morir las ciudades libres, aquellos municipios que eran republicanos, murió el pueblo.


Fue un período de barbarie, de estancamiento,


mientras Europa se desenvolvía y progresaba. El pueblo que iba al frente de la
civilización se quedó entre los últimos.

Los parajes de alguna feracidad no estaban ocupados por granjas, sino por conventos, y
al borde de las escasas carreteras vivaqueaban las partidas de bandoleros, refugiándose,
al versé perseguidos, en los monasterios, donde los apreciaban por su religiosidad y por
las muchas misas que encargaban para sus almas pecadoras. La incultura era atroz. Los reyes estaban aconsejados por clérigos hasta en asuntos de guerra.



El hambre entraba hasta en el palacio real,


Carlos Segundo, señor de España y de las Indias, no podía algunos días dar de comer a la servidumbre. El embajador de Inglaterra y el de Dinamarca tenían que salir con criados armados a buscar pan en las cercanías de Madrid. Y mientras tanto, los innumerables conventos, dueños de más de la mitad del país y únicos poseedores de la riqueza, mostraban su caridad repartiendo la sopa a aquellos que aún tenían tuerzas para ir a buscarla, y fundando hospicios y hospitales, donde la gente moría de miseria, pero segura de entrar en el cielo. En las ciudades no había más establecimientos prósperos y ricos que los conventos y los hospitales.

La religión lo llenaba todo

Era el único fin de la existencia, y los españoles, pensando siempre en el Cielo, acababan por acostumbrarse a las miserias de la Tierra. No dude usted que el exceso de religiosidad mal entendida nos arruinó y estuvo próximo a matarnos como nación. Aun ahora arrastramos las consecuencias de esta enfermedad, que ha durado siglos...

(Citas de Vicente Blasco Ibáñez)

José María Lorenzo Amelibia
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