Los valores sociales de la carta de Santiago



El pasado domingo, 27 de septiembre, en la proclamación de la Palabra, fue leída la carta de Santiago, conocido como el hermano del Señor, fundamento del rico desempeño de la primera comunidad cristiana de Jerusalén. Lo cierto es que la carta tuvo dificultades para ocupar un lugar en el canon del Nuevo Testamento, y la composición de la misma hace que se aleje bastante, por vocabulario, retórica y cultura helenística, de un galileo como era él, siendo más probable, por su proximidad compositiva con el Pastor de Hermas, que la redacción se sitúe a finales del primer siglo, sin que pueda descartarse que sea heredera del pensamiento de Santiago, el citado hermano del Señor.


Es una de las siete cartas católicas, es decir, universal, pues no tienen por destinatarios una iglesia particular, como ocurre con las cartas de Pablo, sino que están dirigidas a todas las iglesias, siendo su contenido también universal, esto es, para todos los cristianos. Todas las dificultades históricas, teológicas y exegéticas que acompañan desde antiguo a la carta, vienen empañadas por la riqueza de su contenido y por sus particularidades, que han conducido a los especialistas a la utilización del análisis de la “historia de las formas” atribuyéndola el concepto de “género parenético”, esto es, de exhortación o amonestación.


Es de interés recordar la crítica teológica que Lutero hizo contra ella, pues no encontraba en ella ninguna índole evangélica”, porque esta carta, “en contra derechamente de Pablo y de todo el resto de la Escritura, pone la justificación en las obras”.



Critica, además, a esta carta porque falta en ella, casi por completo, el nombre de Jesús, y porque no se habla de la cruz y de la resurrección. Por eso, en su escala de valores para evaluar a los escritos del Nuevo Testamento, clasificó a la carta de Santiago entre los libros de la tercera categoría, es decir, entre los libros que no fomentan a Cristo. Lutero entendió que había una contraposición, grosso modo, entre la carta a los romanos de Pablo, con “Habiendo, pues, recibido de la fe nuestra justificación (…)”, y la carta de Santiago con “¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: Tengo fe, si no tiene obras? (…)”.


La carta de Santiago pretende llegar y amonestar a las “Doce tribus de la Dispersión”, es decir, a todos los cristianos de origen judío insertos y dispersos por el mundo grecorromano, a los que dirige una exhortación, entre otras, en la que ensalza a los pobres y advierte severamente a los ricos, enlazando en este aspecto con toda la tradición bíblica y con las Bienaventuranzas del Evangelio:


Vosotros los ricos, gemid y llorad ante las desgracias que se os avecinan. Vuestra riqueza está podrida y vuestros vestidos son pasto de la polilla. Vuestro oro y vuestra plata están oxidados y este óxido será un testimonio contra vosotros y corroerá vuestras carnes como fuego. ¿Para qué amontonar riquezas si estamos en los últimos días? Mirad, el jornal de los obreros que segaron vuestros campos y ha sido retenido por vosotros está clamando y los gritos de los segadores están llegando a oídos del Señor todopoderoso. En la tierra habéis vivido lujosamente y os habéis entregado al placer; con ello habéis engordado para el día de la matanza. Habéis condenado, habéis asesinado al inocente, y ya no os ofrece resistencia”.





En este mismo sentido se han pronunciado los Padres de la Iglesia, como tuvimos ocasión de comentar en otro post de este blog, en donde manifestábamos que Juan Crisóstomo, uno de los cuatro padres de la Iglesia de Oriente, e igualmente valorado como uno de los grandes por la Iglesia Ortodoxa, interpretaba que la posesión de bienes es un derecho relativo y limitado a satisfacer necesidades estrictas según la naturaleza y para subvenir a las necesidades de los demás, condenando toda suerte de lujo, molicie o despilfarro. Denunciaba que en la mayoría de los casos, la acumulación de riqueza tiene su origen en la injusticia, la rapiña y la opresión de los débiles, para concluir que la riqueza sólo es un bien cuando se comparte.


Por eso, en una economía desigual y excluyente, sigue siendo válido, como recuerda Francisco, el concepto clásico de justicia de Ulpiano, esto es, “la justicia es la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su derecho”, como requisito indispensable para obtener el ideal de la fraternidad universal. Pero la justicia tiene un componente importante de alteridad, de relación con otro, es decir, para que alguien tenga lo que le corresponde, alguien tiene que dárselo o proporcionárselo, lo que supone responsabilidad y reciprocidad; por lo que buscar la justicia social es buscar la dignidad para los descartados, para los expulsados e ignorados del sistema, pero también es buscar el encuentro por ambas partes.


Es evidente que el mensaje evangélico se mantiene inmutable desde sus orígenes, alentando y promocionando la dignidad humana y denunciando la idolatría del dinero y una economía del “descarte” que, como sostiene Francisco, mata.

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