San Juan Diego discriminado...



Guillermo Gazanini Espinoza / 9 de diciembre.- Juan Diego es su nombre cristiano. En nahuatl Cuauhtlatoatzin, macehual y humilde, el primer santo indígena, vidente y mensajero de la madre del verdaderísimo Dios por quien se vive. Año tras año, desde que fue canonizado en 2002, sus hermanos, los herederos de los antiguos pueblos americanos que fueron conquistados, continúan peregrinando a la Casa del Tepeyac para acogerse y encomendar sus necesidades a aquel vidente que tuvo el encargo de llevar al obispo de México una imagen que, hasta nuestros días, sigue provocando más y más preguntas por la peculiar naturaleza que ha rebasado las explicaciones científicas.

En 2009 escribí un post sobre Juan Diego. Nuestros indígenas, casi el 10 por ciento de la población de México, viven en estado lamentable y de discriminación. Y San Juan Diego continúa esperando pacientemente por ese santuario nacional que se levantará en la esquina de la avenida de los Insurgentes y Montevideo. Esto fue lo que escribí hace dos años, parece que nada ha cambiado... Juan Diego Cuauhtlatoatzin sigue siendo un santo discriminado por ser indígena:

Juan Pablo II visitó México el 31 de julio de 2002. Su presencia tuvo un objetivo claro, la canonización de Juan Diego Cuauhtlatoatzin, vidente de la Virgen María a quien le entregó su imagen. Esa misma se encuentra depositada en la Basílica de Guadalupe, siendo su custodio “el sucesor del obispo Fr. Juan de Zumárraga”, el Arzobispo de México. Tuve la oportunidad de estar presente en la misa presidida por el Pontífice, fue en la era de Fox cuando esto sucedió.

Invitados especiales, desde luego siempre adelante, funcionarios del gobierno federal y el Presidente de México, junto con su esposa. Ellos no pudieron comulgar, aún no habían sido disueltos sus vínculos matrimoniales anteriores, sin embargo, como buenos fieles, estaban ahí presentes para dar el aval en favor de los pueblos indígenas.

Cuando llegó la “primera pareja” los que inmediatamente fueron a besarles la mano fueron los curas. ¡Qué escena tan triste! Con sus ornamentos y la estola colgada al cuello, hicieron fila para saludar al Presidente y señora primera dama quien no ocultaba su ambición para llegar a suceder al marido. Los curas alteraron el orden, sacaron sus camaritas, de esas que se pueden guardar fácilmente entre las ropas, y pedían al compañero sacerdote que le tomara la foto, como si fueran grandes amigos el Presidente y el solicitante. Recuerdo que un ceremoniero, si no me equivoco el padre espiritual del Seminario Conciliar de México, tuvo que entrar en acción para pedir a los venerables presbíteros de la Iglesia que tomaran su lugar, puesto que la fila del besamanos ya era larga, tal vez su única oportunidad de tener un recuerdo personal con alguien importante.

La ceremonia comenzó y el Papa llegó en una andadera. Su voz temblorosa retumbo en los muros de la Basílica y comenzó la celebración. En la canonización de Juan Diego se hizo gala de bailes y folclor de esta parte del país, un buen montaje. Danzantes atléticos preparados en la academia, mujeres esculturales que se movían con los acordes de la música prehispánica y un Papa cansado, el peso de la Iglesia sobre sus hombros; las pantallas gigantes captaban la imagen del Pontífice encorvado, débil, babeante, somnoliento pero con una fuerza de voluntad de hierro, sabía por qué estaba ahí. Qué diferencia de la celebración de beatificación de los mártires cajonos de Oaxaca, allí sí se vieron a los indígenas de México, no este acto montado y bien preparado, en esa ocasión los columnistas observaron, muy pormenorizadamente, las dos celebraciones.

Sin duda, la de Juan Diego quiso ser el acto de legitimación y bendición del sexenio foxista de su política hacia los pueblos indígenas. La proclamación en el catálogo de los Santos de Juan Diego fue el clímax de la celebración. Todo estaba consumado. Las palabras de Juan Pablo II sonaron en el recinto: ”En particular es necesario apoyar hoy a los indígenas en sus legítimas aspiraciones, respetando y defendiendo los auténticos valores de cada grupo étnico. ¡México necesita a sus indígenas y los indígenas necesitan a México!”

Se alzaba la imagen oficial del indígena… no era un macehual, como nos habían enseñado en el catecismo, no era el humilde, él mismo se dijo cuando estaba ante la Verdaderísima Madre de Dios por quien se vive, según el Nican Mopuhua, que era escalera, que era cola… No, la imagen era de un indígena europeizado, barbado de rostro español, no el lampiño y de facciones asiáticas. Atrás habían quedado los pleitos y rencillas de los clérigos aparicionistas y antijuendieguinos. Schulenburg Prado fue uno de los últimos. Tuvo que salir de la Basílica de Guadalupe por cuestionar la historicidad de Juan Diego y, por ende, la autenticidad de la imagen milagrosa del cual era custodio inmediato. Ahora el Papa había instalado oficialmente al primer santo indígena latinoamericano para que en el orbe se le reconociera como tal y se le rindiera el culto que le corresponde. Su canonización supuso que sería un atractivo inmediato para los mexicanos. Su fiesta, el 9 de diciembre, sería ocasión especial que abriría magníficamente, año con año, las fiestas de 12 de diciembre.

Pero Juan Diego no pegó. No es la misma devoción que se tiene por San Judas o por el engendro ese que ahora llaman santa muerte. El santuario de Juan Diego, en la esquina de Montevideo e Insurgentes norte, fue bendecido por el Papa, minutos antes de la celebración de canonización. En su papamóvil, antes de llegar a la Basílica, lo detuvieron. De repente, un gesto del Arzobispo le señala al edificio que fue el cine Lindavista. El Papa lo ve y traza, pesadamente, la señal de la cruz en el aire. Listo, ya estaba la bendición papal; ahora, la tremenda tarea de construir un santuario nacional al indígena vidente.

Siete años después, el santuario sigue en construcción. El culto se celebra bajo una lona, los fieles protegidos por los muros del antiguo cine donde vimos, de niños, las películas de Walt Disney. El terreno muestra escombros y unas vigas para que el transeúnte vea que en el futuro se alzará un gran templo. La esquina de la avenida de los Insurgentes, el refugio de niños de la calle, limpiaparabrisas, drogadictos y escupefuegos que tratan de ganar una moneda en ese cruce de avenidas y, para colmo, ante los ojos de San Juan Diego, sus hermanos indígenas que, toreando automóviles, extienden sus manos para ganar un peso siquiera y llevar de comer a sus hijos.

Sí, en México vivimos este "racismo sacro" también. Juan Diego no ha jalado porque es indígena, porque fue uno de los que estaban antes de que los europeos llegaran, porque era uno de los naturales de la nación mexicana. No sé si ese lugar en donde hoy se pretende construir el templo tuviera por advocación a otro santo… un santo de los millonarios, por ejemplo. El santuario ya estaría construido desde hace tiempo. Pero no, ahí están las ruinas de un lugar dedicado a un ser humano que fue vidente, que fue humilde, que fue macehual. Hermano del 10 % de la población de este país que representa una carga histórica tremenda para la conciencia mexicana, los indígenas de México, los que viven en discriminación y pobreza, en olvido e ingratitud.

“¡Amado Juan Diego, «el águila que habla»! Enséñanos el camino que lleva a la Virgen Morena del Tepeyac, para que Ella nos reciba en lo íntimo de su corazón, pues Ella es la Madre amorosa y compasiva que nos guía hasta el verdadero Dios…”
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