"A los católicos perplejos"

En julio pasado se cumplieron dos años de la publicación del Motu Proprio Summorum Pontificum, mismo que provocó reacciones en los diferentes sectores de la Iglesia. Liturgos y especialistas lanzaron un llamado para que se aceptara, con apertura del corazón, los lineamientos que rehabilitaron los libros editados por Juan XXIII y que contienen la liturgia instaurada por San Pío V. Esas mismas voces no dudaron en mencionar que el gesto de Benedicto XVI quiso crear lazos que permitieran la reintegración gradual a la comunión eclesial de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X, fundada por Marcel Lefebvre.
Sin embargo, otros señalaron que el Motu Proprio implicó un retroceso, la involución del aggiornamento promovido por Juan XXIII y Paulo VI para regresar a la teatralidad sacra, otorgándole una concesión muy grande a quienes han considerado a Paulo VI como un “hereje modernista”.
¿Quién fue Marcel-François Lefebvre? El 29 de noviembre de 1905 vio la luz en Tourcoing, Francia, hijo de una familia conformada por ocho hermanos, de los cuales dos se hicieron sacerdotes misioneros, tres entraron a la vida religiosa y otros tres optaron por la vida matrimonial. Su infancia se caracterizó por ser piadosa, atendía misa diariamente y era miembro activo de la Sociedad de San Vicente, dedicándose al cuidado de los enfermos. La influencia familiar y de sus maestros fueron creando en su conciencia la idea de abrazar el sacerdocio.
Después de sus estudios medios superiores ingresó al Seminario francés en Roma, obteniendo doctorados en filosofía y teología por la Universidad Gregoriana. Recibió la ordenación sacerdotal el 21 de septiembre de 1929, siendo destinado a la parroquia de Marais de Lomme, en los suburbios de Lille, Francia.
Su hermano René era misionero en África. La nutrida correspondencia entre ambos sirvió para que Marcel decidiera ingresar al noviciado de la Congregación de los Padres del Espíritu Santo en 1931. Después de tomar sus primeros votos religiosos, comenzó su vida misionera en Gabón, en octubre de 1932.
En el seminario de Libreville, Gabón, se desempeñó como profesor de Dogma y Sagrada Escritura y rector, en 1934, hasta que fue llamado por el Provincial de Francia para dirigir el noviciado de la Congregación de los Padres del Espíritu Santo en Mortain. El 18 de septiembre de 1947 fue consagrado Obispo en su ciudad natal por el Cardenal Achille Lienart.
Fue el primer Arzobispo de Dakar, Senegal y Delegado Apostólico del Papa Pío XII para los países francófonos de África. Ayudó a la creación de cuatro Conferencias Episcopales, 21 diócesis y prefecturas apostólicas, además de la erección de Seminarios.
Sus visitas anuales a Pío XII hicieron posible la realización de las acciones pontificias a favor de las misiones y la información que le proporcionó al Papa fueron la base para la Encíclica “Fidei Donum”, que revigorizó la labor misionera en el mundo.
Juan XXIII lo nombró como asistente al solio Pontificio, designándolo Arzobispo de Tulle, Francia. En su diócesis puso especial cuidado en sus clérigos, sugiriendo a los sacerdotes que pudieran vivir en común en las comunidades rurales con el fin de fortalecer su vida espiritual. En julio de 1962, el capítulo general de los Padres del Espíritu Santo lo eligió como Superior General y, por el mismo tiempo, el Papa lo designó para ser miembro de la Comisión Preparatoria del Concilio Vaticano II, para colaborar en la formación de los documentos que serían discutidos por los Conciliares.
Sin embargo, durante las reuniones de la Comisión, el Arzobispo Lefebvre se quejó por la presencia de sujetos no católicos y de individuos de dudosa doctrina, según él, como Hans Küng, Joseph Ratzinger, Karl Rahner, Yves Congar y Edward Schillebeeckx, por lo que, junto con Mons. Casimiro Morcillo González, Arzobispo de Madrid; Mons Antonio de Castro Mayer, Obispo de Campos, Río de Janeiro, Brasil; Mons. Geraldo de Proença Sigaud, Arzobispo de Diamantina, Minas Gerais, Brasil y 250 miembros más, integró un ala tradicionalista al seno del Concilio conocida como el Coetus Internationalis Patrum, que trató de parar la influencia del ala progresista encabezada por el Cardenal Agustín Bea.
La elección del Papa Paulo VI redujo notablemente la influencia del ala tradicionalista en el Concilio, abriendo las puertas de la Iglesia para una notable renovación. Hacia 1969, cuando permeaba en la Iglesia el nuevo espíritu de reforma, se pidió al Arzobispo Lefebvre la creación de un pequeño Seminario en Friburgo que fue el germen para que, en 1970, comenzara en Ecône, Suiza, la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X y que fue visto con recelo por las autoridades eclesiásticas de Francia. Aún cuando tuvo acercamientos con Paulo VI, se le acusó de promover en los estudiantes un juramento contra la autoridad pontificia.
La Fraternidad tuvo su expansión en Alemania, Argentina y Australia. Lefevbre comenzó una serie de viajes para “confortar” a aquellos que se encontraban confundidos por los vientos “modernistas” en la Iglesia. Fue señalado por utilizar la misa tridentina como su bandera de lucha, ante lo que consideró como una traición a la fe católica. Ya en el pontificado de Juan Pablo II, Lefevbre y Castro Mayer redactaron una carta abierta que dirigieron al Pontífice en noviembre de 1983 donde denunciaban el apoyo que se estaba dando a la colegialidad episcopal, a la misa “protestantizada” de Paulo VI, a la difusión de la herejía en el seno de la Iglesia y por las visitas que Juan Pablo II había efectuado a comunidades protestantes y judías en Roma.
En 1987, Marcel Lefebvre anunció su decisión de consagrar obispos para la Fraternidad de San Pío X. El 30 de junio de 1988, Mons. Marcel Lefebvre y el Obispo Castro Mayer (co-consagrante) ordenaron Obispos a Bernard Fellay, Bernard Tissier de Mallerais, Richard Williamson y Alfonso de Galleretta, hecho que provocó la excomunión de los consagrantes y ordenados.
El Arzobispo Lefebvre murió el 25 de marzo de 1991 y sus restos descansan en el seminario de Ecône. En México, la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X se encuentra presente en Ciudad Juárez y Chihuahua, Chihuahua; Gómez Palacio, Durango; Monterrey, Nuevo León; Saltillo, Coahuila; San Luis Potosí, San Luis Potosí; León, Guanajuato; Guadalajara, Jalisco; Ciudad de México, D.F.; Puebla, Puebla; Cuernavaca, Morelos; Orizaba, Veracruz y Tuxtla Gutiérrez; Chiapas.
Ofrecemos a continuación la reflexión del polémico Arzobispo, sobre la canonización de la misa de Pío V, quien en 1570 declaró que nadie estaría obligado a celebrar la misa de otra manera diferente a como el Papa ha fijado.
La única Misa.
Monseñor Marcel Lefebvre
“Carta abierta a los católicos perplejos” Cap. XX
Un hecho que, sin duda, no ha dejado de sorprendernos, es el que en ningún momento en este asunto se ha hablado de la misa, que es, sin embargo, el corazón del conflicto. Ese silencio forzado constituye la confesión de que el rito de San Pío V permanece en efecto autorizado.
En esta materia, los católicos pueden estar completamente tranquilos; esta misa no está prohibida y no puede serlo. San Pío V, repetimos, no la ha inventado, sino que ha “restablecido el misal conforme a la regla antigua y a los ritos de los Santos Padres” dándonos todas las garantías en la bula Quo Primum, firmada por él, el 14 de julio de 1570. “Nos hemos decidido y declaramos que los superiores, Canónigos, Capellanes y otros sacerdotes de cualquier nombre con los que sean designados, o los Religiosos, de cualquier Orden, no pueden ser obligados a celebrar la misa de otra manera diferente a como Nos hemos fijado; y que jamás, en ningún tiempo, nadie, quien quiera que sea, podrá contrariarles o forzarles a abandonar este misal, ni abrogar la presente instrucción, ni a modificarla, sino que ella estará siempre en vigor y válida con toda su fuerza... Si, no obstante, alguien se permitiese una tal alteración, sepa que incurriría en la indignación de Dios todopoderoso y de sus bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo”.
En el supuesto de que el Papa pudiera retractar este indulto perpetuo, precisaría que lo hiciese por un acto de la misma solemnidad. La Constitución apostólica Missale Romanum, del 3 de abril de 1969, autoriza la Misa llamada de Paulo VI, pero no contiene ninguna prohibición, expresamente formulada, de la misa tridentina. A tal punto que el cardenal Ottaviani podía decir en 1971: “El rito tridentino de la misa no está, que yo sepa, abolido”. Monseñor Adam quien pretendía, en la asamblea plenaria de los obispos suizos, que la Constitución Missale Romanum había prohibido celebrar, salvo indulto, según el rito de San Pío V, ha debido retractarse después de habérsele pedido que dijese en qué términos esta prohibición había sido pronunciada.
Se colige de ello que si un sacerdote fuera censurado e incluso excomulgado bajo este concepto, dicha condenación sería absolutamente inválida. San Pío V ha canonizado esta Misa; ahora bien, un papa no puede eliminar una canonización como tampoco puede cancelar la de un santo.
Podemos decirla con absoluta tranquilidad y los fieles asistir a ella sin el menor escrúpulo, sabiendo sobre todo que es la mejor manera de alimentar su fe.
Esto es tan cierto que, su Santidad Juan Pablo II después de muchos años de silencio sobre el asunto de la misa, ha terminado por aflojar la presión impuesta a los católicos. La carta de la Congregación para el Culto divino fechada el 3 de octubre de 1984, “autoriza” de nuevo el rito de San Pío V para los fieles que lo pidan. Es cierto que en ella se imponen ciertas condiciones que no podemos aceptar y, por otra parte, no teníamos necesidad de este indulto para gozar de un derecho que nos ha sido otorgado hasta el final de los tiempos.
Pero este primer gesto -roguemos para que haya otros- levanta la sospecha indebidamente fundada sobre la misa y libera las conciencias de los católicos perplejos que vacilaban todavía en asistir a ella.
Vayamos ahora a la suspensión a divinis vigente contra mí desde el 22 de julio de 1976. Ella fue consecutiva a las ordenaciones del 29 de junio, en Ecône; hacía tres meses que nos llegaban de Roma reprobaciones, suplicas, órdenes, amenazas, para decirnos que cesáramos nuestra actividad; que no procediéramos a estas ordenaciones sacerdotales. Durante los días que las precedieron, no dejamos de recibir mensajes y enviados: ¿qué es lo que nos decían? En seis ocasiones nos pidieron restablecer relaciones normales con la Santa Sede, aceptando el nuevo rito y celebrándolo yo mismo. Llegaron hasta enviarme un monseñor que se ofrecía a concelebrar conmigo. Se me ha puesto en la mano un Nuevo Misal y prometiéndome que si yo decía la misa de Pablo VI, el 29 de junio, delante de toda la asamblea que venía a orar por los nuevos sacerdotes, todo sería en lo sucesivo allanado entre Roma y yo.
Lo que significa que no me prohibían hacer estas ordenaciones, sino que querían que fueran según la nueva liturgia. Quedaba claro, a partir de aquel momento, que es por el problema de la misa que se desarrollaba todo el drama entre Roma y Ecône y que se sigue desarrollando.
He dicho en el sermón de la misa de ordenación: “Mañana, quizás, en los periódicos aparecerá nuestra condenación, es muy posible que por causa de esta ordenación de hoy sea víctima de una suspensión. Probablemente estos jóvenes sacerdotes serán víctimas de una irregularidad que en un principio debería impedirles decir la santa misa. Es posible. Pues bien, yo apelo a San Pío V”.
Algunos católicos pueden estar perturbados por mi rechazo a esta suspensión a divinis. Pero lo que hace falta comprender bien es que todo ello forma una cadena: ¿por qué se me prohibía hacer estas ordenaciones?
Porque la Fraternidad estaba suprimida y el seminario debía cerrarse. Pero precisamente yo no había aceptado esta supresión, esta clausura, porque estas decisiones se habían hecho ilegalmente, porque las medidas tomadas estaban contaminadas de diversos vicios canónicos tanto en la forma como en el fondo. (Particularmente, en eso que los autores de derecho administrativo llaman “desviación de poderes”, es decir, el uso de competencias en contra del objeto en el que ellas se deben ejercer). Habría sido preciso que yo aceptase todo desde el principio, pero no lo he hecho porque fuimos condenados sin juicio, sin podernos defender, sin monición, sin escrito y sin apelación. Una vez que se rechaza la primera sentencia, no hay razón para no rechazar las otras, ya que las otras se apoyan siempre sobre aquélla. La nulidad de una trae consigo la nulidad de la siguiente.
Otra pregunta que, de vez en cuando, se formulan los fieles y los sacerdotes es: ¿se puede tener razón contra todo el mundo? En una conferencia de prensa, el enviado del periódico “Le Monde” me decía: “Pero vamos, usted está solo. Solo contra el Papa. Solo contra todos los obispos. ¿Qué significa su lucha?”. Pues no, no estoy solo. Tengo a toda la tradición conmigo, la Iglesia existe en el tiempo y en el espacio. Además, yo sé que muchos obispos piensan como nosotros en su fuero interno. Ahora, después de la carta abierta al Papa que Mons. Castro Mayer ha firmado junto conmigo, somos dos. Los que nos declaramos abiertamente contra la protestantización de la Iglesia tenemos muchos sacerdotes con nosotros y también están nuestros seminarios, que proveen ahora alrededor de 40 nuevos sacerdotes cada año, nuestros 250 seminaristas, nuestros 30 hermanos, nuestras 60 religiosas, nuestras 30 oblatas, los monasterios y los carmelos que se abren y desarrollan, la multitud de fieles que vienen con nosotros.
La Verdad, por otra parte, no se constituye por el número, el número no hace a la verdad. Así mismo, si yo estuviera solo, aun si todos mis seminaristas me abandonasen, aun si toda la opinión pública me abandonase, esto me sería indiferente en lo que me concierne. Estoy apegado a mi Credo, a mi catecismo, a la Tradición que ha santificado a todos los elegidos que están en el Cielo, quiero salvar mi alma. A la opinión pública se la conoce muy bien, es ella la que condenó a Nuestro Señor algunos días después de haberlo aclamado. Es el domingo de Ramos y enseguida el Viernes Santo. Su Santidad Pablo VI me preguntó: “¿En fin, acaso no siente en su interior algo que le reprocha aquello que está haciendo? Usted causa un gran escándalo en la Iglesia. ¿No se lo dice su conciencia?”. He contestado: “No, Santísimo Padre, en nada”. Si hubiera algo que me lo reprochara, cesaría de hacerlo inmediatamente.
El Papa Juan Pablo II, ni ha confirmado, ni ha invalidado la sanción pronunciada en mi contra. En la audiencia que me ha concedido en noviembre de 1979, parecía estar bastante dispuesto, después de una prolongada conversación, a dejar la libertad de elección en lo que a liturgia se refiere, a dejarme obrar, ante todo, aquello que he pedido desde el principio: entre todas las cosas que se experimentan en la Iglesia, dejarnos hacer “la experiencia de la Tradición”. El momento quizá había llegado en que las cosas iban a arreglarse: basta de ostracismo, no más problemas. Sin embargo, el cardenal Seper, que estaba presente, vio el peligro y exclamó: “¡Pero, Santísimo Padre, ellos han hecho de esta misa una bandera!”. La pesada cortina que se había levantado un momento volvió a caer. ¿Habrá que esperar aún?