#pascuafeminista2025 El Cónclave: Un Espectáculo de Inmovilismo en la Iglesia Católica

El Cónclave: Un Espectáculo de Inmovilismo en la Iglesia Católica
El Cónclave: Un Espectáculo de Inmovilismo en la Iglesia Católica
Mañana siete de mayo dará comienzo el cónclave para la elección de un nuevo Papa. La imagen se repite, cíclica y monótona: un grupo de hombres, cardenales, reunidos en secreto para decidir el futuro de una institución que se autodenomina universal, pero que en la práctica se mantiene anclada en una estructura profundamente patriarcal y excluyente. La pregunta que emerge, con una fuerza ineludible, es: ¿cuándo cambiará la Iglesia Católica? La respuesta, a juzgar por la historia y el presente, parece ser: nunca, al menos no mientras se mantenga este modelo de poder.
La participación de la mujer en la Iglesia se limita a roles secundarios, a un servicio silencioso y anónimo. Se les permite limpiar los templos, adornarlos con flores, asistir en la liturgia, pero se les niega el acceso a la toma de decisiones, a la participación real en el gobierno de la Iglesia, a la posibilidad de ejercer el sacerdocio. Incluso en tareas aparentemente sencillas, como la distribución de la comunión, se prioriza la presencia masculina, relegando a la mujer a un segundo plano, a un papel de mera auxiliar. Esta exclusión sistemática no es un accidente, sino una consecuencia lógica de una teología profundamente androcéntrica que ha permeado la institución durante siglos.
El papado de Francisco, a pesar de algunos gestos simbólicos como la inclusión de mujeres en algunos cargos del Vaticano, no ha logrado romper con esta inercia. Su apertura ha sido selectiva, superficial. Ante la demanda del sacerdocio femenino, la respuesta ha sido un rotundo “no”, acompañado de una invitación a las mujeres a “ser buenas mujeres”, esto es, a dedicarse al cuidado del hogar y la familia, relegándolas a un espacio privado, alejado del poder y la influencia pública. Este discurso, aunque aparentemente benigno, enmascara una profunda contradicción: la Iglesia demanda la dedicación plena de las mujeres a la familia, pero les niega la posibilidad de participar plenamente en la vida eclesiástica, de contribuir con sus talentos y su vocación a la construcción de una comunidad más justa e inclusiva.
¿Qué sienten los cardenales ante esta negación sistemática de la vocación femenina? ¿No les conmueve la posibilidad de abrir las puertas a un servicio de amor, entrega y compromiso total a Jesús, un servicio que trasciende las limitaciones de género? La respuesta, tristemente, parece ser un silencio cómplice, una aceptación tácita del estado existente que perpetúa la desigualdad y la injusticia. El miedo al cambio, al cuestionamiento de las estructuras de poder, parece ser más fuerte que la voluntad de reformar una institución que se encuentra en una profunda crisis de credibilidad.
La situación se agrava con la opresión que sufren las mujeres religiosas que, a pesar de su consagración a Dios y su servicio a la Iglesia, se enfrentan a la resistencia y la represión cuando intentan impulsar cambios en pro de la igualdad y la justicia. La expulsión de congregaciones por defender sus convicciones es una muestra clara de la intolerancia y el autoritarismo que aún prevalecen en la Iglesia.
El éxodo de fieles de la Iglesia Católica es un síntoma claro del fracaso de un modelo que se aferra a una moral rígida y absurda, que juzga y condena en lugar de acoger y comprender. La insistencia en una visión estrecha y excluyente de la fe aleja a las personas, especialmente a las jóvenes generaciones, que buscan una espiritualidad más inclusiva y liberadora. La Iglesia, en lugar de adaptarse a los cambios sociales y culturales, persiste en su inmovilismo, en su negativa a reconocer la dignidad y la igualdad de todas las personas, independientemente de su género.
El cónclave del siete de mayo no será un momento de renovación, sino un nuevo capítulo en la larga historia de la resistencia al cambio dentro de la Iglesia Católica. Mientras la institución se aferre a sus estructuras patriarcales y excluyentes, seguirá perdiendo credibilidad y alejando a aquellos que buscan una fe auténtica, justa e inclusiva. La pregunta es cuándo llegará el momento en que el peso de la historia y la presión social la obliguen a afrontar su propia crisis de legitimidad y a abrazar un futuro más justo e igualitario?. El tiempo, sin embargo, se agota.
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