Malestar litúrgico
No estoy segura de que sea beneficiosa la exención de perturbaciones
En realidad el título debería ir en plural porque son más de uno los malestares que experimento si estoy más atenta a lo que escucho o repito en la liturgia. Un ejemplo: en cada misa, después de rezar el Padre Nuestro, se nos invita a pedir “vivir libres de pecado y protegidos de toda perturbación”. Por supuesto que me adhiero con fervor al deseo de ser liberada del pecado, pero no estoy segura de que sea adecuada y beneficiosa la exención de perturbaciones. Es más, me parece hasta alarmante que se nos invite a desearlo porque, caso de obtenerlo, nos convertiría en una especie de maniquíes impávidos y gélidos, ajenos a la vida que bulle, se agita y se estremece del otro lado del escaparate.
Ciertamente no fue esa la manera de estar entre nosotros del Hijo del hombre al que vemos en muchas escenas del Evangelio reaccionando con viveza y expresando sin pizca de autocensura sus muchas “perturbaciones”, decepciones, deseos, impaciencias, alegrías o enfados. Porque era el Manso y el Humilde, pero también el Conmocionado, el Exasperado, el Exultante, el Conmovido, el Encolerizado, el Consternado... Frente a los ídolos que “tienen ojos y no ven, oídos y no oyen, boca y no hablan”, nos estaba hablando a través de él el Dios cercano a las emociones, suspiros, quejas, lágrimas y gritos de sus hijos.
Qué bien nos vendría en la vida eclesial practicar un poco mejor esa libertad expresiva suya y perder el miedo a hablar como “hijos de la luz” y no con ese lenguaje de diplomáticos cautelosos, lleno de rodeos crípticos - “podrían darse no pocas veces ciertas conductas inapropiadas…”- , cuando de lo que se trata es de un abuso, una malversación, un desfalco o una calumnia. Son rodeos nacidos del temor a decir las cosas con claridad, no sea que se perturbe el destinatario anónimo, con lo bien que le vendría un poco más de perturbación.
Todos estamos necesitados de que, en algún momento, alguien se atreva a hablarnos desde esa verdad hospitalaria que aunque duele, no nos quita ni el techo ni el suelo. Y si nos altera, estamos de suerte porque nos acerca a aquel de quien dijeron que estaba fuera de sí , otra manera llamarle Perturbado…